El valor de las opiniones.

     David Álvarez García 

 -Mientras machacaba a aquel chico, lo que en realidad quería era meterle una bala entre ceja y ceja a todos los osos panda en peligro de extinción que no se decidían a follar para salvar su especie, y a las ballenas y delfines que se dejaban morir embarrancando en las playas.    
  No pienses en términos de extinción. Considéralo una reducción de plantilla. – Chuck Palahniuk, “El club de la lucha”.   

Hay muchos factores históricos y sociales a los que podemos aludir para referirnos a este nuestro tiempo: desencanto democrático, decadencia espiritual, corrupción política, pluralismo moral, globalización, etc. Pero ninguno de ellos me parece suficientemente característico. Quizá la pérdida de confianza en la democracia y en la diversidad pudiera valernos como punto de partida, pero pronto comprobaríamos su insuficiencia histórica. Y es que el quid de la cuestión es irreductible a un ámbito concreto del espectro humano. Cómo en las polis griegas, la comprensión se da únicamente en el conjunto, desde el conjunto. No obstante, hay que aferrarse a algo o encontrar el gusto en el esparcimiento y la disolución. Y precisamente en este esparcimiento generalizado podemos fijarnos para decir algunas palabras sobre el tema.

Mucho se ha dicho sobre el “todo vale” y aun quedará mucho por decir. El relativismo encuentra su límite en el sentido común, pero éste ya hace mucho que es relativo a la cultura. Los  intentos de universalizar este sentido no han podido superar la barrera de la crítica antropológica. Los valores hoy aceptados como fundamentales del hombre son una galantería de debilidad vital que a los ojos de una imaginaria Natura indiferente no dicen nada tranquilizador de nuestra especie. ¿Cuántas son las especies que el mundo ha vomitado, regurgitado y finalmente digerido convirtiéndolas en nutrientes inertes de otras funciones vitales? Cuán fácil es refugiarse en esta cosmogonía de los ciclos, y tanto más cuanta más información almacenamos en nuestras viejas alforjas. La información y la comunicación explicita y aparentemente exacta de la misma genera naturalmente una ilusión de grandeza por comparación, que a su vez choca de frente con la insignificancia de nuestra presencia en ausencia de Dios. Por otra parte, la información que vemos circular es pura ilusión de realidad. Estamos en el enésimo piso de la torre de Babel.

El cambio en nuestra perspectiva sobre el mundo –desde estas alturas históricas- es una constante de nuestra existencia. En el siglo XIX, gracias al optimismo técnico tan propio de aquellos años revolucionarios y belicosos, se dio a ese cambio constante el nombre de progreso. Ello implicó el concepto de mejoría lineal; de que en general, el hombre se esfuerza y trabaja por mejorar un poco cada día, cada año, cada siglo. La idea de que
ningún tiempo pasado fue mejor, pero sí peor. Y como era de esperar, surgió paralelamente toda una corriente teórica que frente a este mejoramiento de las condiciones de vida del hombre antepuso la expansión mundial de una tremenda decadencia vital y espiritual. Se ha querido llamar a esta corriente “irracionalismo” o “pesimismo”, tal vez con la esperanza de desacreditar a sus máximos exponentes. Siempre que alguien diga que todo va bien, no faltará quien digan que todo va mal; y mientras los primeros siempre tacharán a los segundos de almas perturbadas y trasnochadas, estos a su vez insistirán en lo cortos de miras que son sus detractores: - ¡Cantamañanas! -¡Soplagaitas! –Y mientras tanto las nubes cuentan una historia que solo escuchan las flores y las raíces.

En el aspecto teórico poco importa si es la razón o el instinto quien vocifera más alto, eso solo nos importa a los intelectuales - ¿en serio he dicho eso? -. Lo que realmente importa es quien mata a más y cómo se aprovechan esas muertes. No siempre vence quien más mata; así en la guerra quien mantiene la moral más alta puede resistir a los ojos de la Historia la ruina más absoluta. Se encuentran en este punto la teoría y la práctica, mostrando su simbiosis armónica que, por algún motivo que se me escapa, insistimos en negar. Pero la Historia no miente, más bien engaña y oculta –y, como todo imperio, destruye a quien niega su carácter único y absoluto. La idea de una única Historia resulta molesta cuando ante un hecho trivial nos encontramos con quinientas versiones opuestas ¿acaso tenemos un punto verdaderamente fuerte en el que apoyarnos para afirmar que un hecho es cierto y verdadero en un único sentido? ¿Qué demonios es un hecho “puro”? La más absoluta nada. Yo antepongo los cuentos a los libros de historia; o si preferís, leo los libros de historia como si fuesen cuentos de infinitas moralejas.

La muerte: es curioso comprobar cómo cada escritor imprime sobre su obra un halo. Por lo general este halo está teñido del color de la determinación socio-cultural de su época, y casi cuesta creer que un individuo pensante y sintiente estuviese tras las palabras. Hay otro grupo de escritores que consiguen una cierta armonía entre su genio individual y el espíritu de su época –Montaigne, Zola, o Hegel, por ejemplo-. Y el último grupo, el menos numeroso, es el de aquellos quienes en su obra eclipsan con su presencia la época que los vio nacer, trascendiéndola violentamente –Platón, Kant, Nietzsche-. Entiendo por escritor a quien escribe impulsado por un egoísmo trascendental de permanecer en una prorroga temporal desafiando -con desdén- a la muerte. Poco importa que el escritor sepa o no cuál es su impulso y su motivación, que de hecho en el plano consciente es voluble y antojadiza; solo importa la efectividad de su presencia en los sedimentos de la cultura, en general.
De ahí el valor de las opiniones. Sobre el papel, como tantas otras cosas, tenemos asegurada la libertad de opinar y no solo eso, sino que ninguna opinión es, a priori, más válida que otra. Así en ciencia, se puede legítimamente soltar cualquier imbecilidad que a uno se le pase por la quijotera y someterla a examen ante un tribunal. Y ¡Ay del pobre que se atreva a dejarse guiar por un prejuicio heredado! El jurado absoluto de la opinión pública es quien decide, y si dice que Plutón es un planeta, por sus cojones que lo es. Bromas aparte, aunque la ciencia natural se mantenga aislada en una élite de profesionales (¡gracias al cielo! ¿?), en el resto de áreas del espectro humano hoy en día estamos sujetos al “todo vale” solo limitado por la intersubjetividad de las masas –que se guían precisamente por el precepto de que para ellos todo vale, interpretado según sus apetitos, temperamentos e inclinaciones más o menos justificadas por la época-.

En otros tiempos el criterio (de lo que fuese: arte, moral, religión etc.) venía dictado por una clase con una moral de grupo restringida y fuerte, con lo que quedaba asegurada la imposición de su sistema de creencia y opiniones, velado por una violencia despiadada y legitimado por la fuerza de la moral de esa clase. Solo valía su opinión, y si había que sacrificar a mil hombres por ella se hacía sin un atisbo de culpabilidad. Una cosmovisión tan dura y tan cerrada a controversia cierra la puerta a cualquier arrepentimiento posible –mientras se mantenga en pie el statu quo. Pero ¿acaso estoy diciendo que es preferible ese dogmatismo legitimado por la violencia al relativismo legitimado por la debilidad de la clase media, por su impresionabilidad con tendencia al consumo desenfrenado y a la cómoda mojigatería? Desde luego que no: estoy diciendo que ambas posturas son igualmente despreciables. Y como hijo de mi tiempo he de preocuparme por lo que me ha tocado presenciar. Y no es resignación lo que se susurra bajo las palabras, sino un desprecio afirmativo, un desprecio que clama al cielo: ¡ven a por mí! ¡más vale ser odiado que ignorado!

En este texto quizá no estoy tan presente como en otros; haciendo valer mi egoísmo por encima de todo sentido común, de todo valor histórico que trate de subsumirme a su horizonte infinito. Desde las afueras de este mundo de los hombres, me aniquilo como un mártir absurdo buscando una salvación universal en la que no creo y que, desde luego, no deseo, ni merezco. ¿Qué podría hacérmela desear cuando tanto las convicciones como las inseguridades son remansos de muerte? El Tarrou de Camus no pudo escapar del deber que se impuso, es decir, no había posibilidad de cumplir semejante tarea: no condenar; y sucumbió a la peste en brazos de su amigo. En mi caso concreto el deber de decir lo que quiero resulta cada día más inverosímil y me dejo llevar por el Aqueronte, fulminando con la mirada a un Caronte que sonríe con el rostro de la humanidad.

En fin, volviendo a lo que nos ocupaba en un principio, decíamos que actualmente, casi en cualquier materia, las opiniones de todos los hombres valen lo mismo ¿Y que valen? Tanto como se hagan valer. Mientras no arranquemos la lengua de nuestro interlocutor en el debate cualquier estrategia de argumentación, sea dogmática o científica, es válida para imponer cualquier opinión. Sin embargo, en según qué ámbitos hay ciertos tabúes y ciertas convenciones semánticas que, más que impedir la expresión de determinados significados, los maquillan para que sean aceptables, es decir, para que quien no tiene que entenderlos no los entienda, o entienda otra cosa –o nadie entienda nada-. Una cosa tan fácil de observar en los medios de comunicación, privados y públicos, tan trivial y aparentemente inocente, pasa desapercibida y todas sus implicaciones resultan banales. Una de estas implicaciones banales es que al igualarse todas las opiniones sobre el papel, en la práctica, como suele suceder, ocurre lo contrario. La opinión de un banquero vale más que la de un ministro, y la de este más que la de un concejal, etc. Esto siempre fue así –cambiando la jerarquía y las denominaciones en función de la época y la cultura- pero mientras que antes las diferencias estaban claras y bien definidas, hoy cualquier imbécil se cree con derecho a opinar sobre cualquier cosa y a ser tenido en cuenta como el que más ¿acaso no lo estoy demostrado? Otra implicación posible es que, aunque en la práctica unas opiniones pesen más que otras, sobre el papel ninguna opinión vale nada – pues el “todo vale” trae como corolario el “todo vale nada”. Estos juegos metalingüísticos que se engalanan con las togas de la metafísica tradicional –y viceversa- dirigen nuestra atención hacia sutilezas en vano, mientras el ciclo y la vorágine se ocupan de sus cosas.

Ya estoy harto la verdad, de esto, de escribir sobre esto y en general. La conclusión es equívoca pero incuestionable: no hay más conclusión que el desdén, el desprecio y la inmoralidad cívica. Y cómo lema: ¡muerte a la cultura y que viva por siempre la inteligencia ideal!

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-La sociedad es un infierno de salvadores. Lo que Diógenes buscaba con su linterna era un indiferente…- Emil Cioran en “Breviario de podredumbre

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