ARENGA AL VOTO

 Carlos Esteban González

Sí, les animo a ir a votar, como les podría animar a ir al teatro o a un buen concierto
o a un colorido recital de poesía. Muy bien, dirán ustedes. Muchos incluso pensarán, yo
igualmente iba a ir a votar. Para ellos ofrezco material para la reflexión, siempre útil.
Pero, ¿qué hay para aquellos que no quieren ir a votar? Para mí esa es una sensación
conocida. Como muchos sabrán, y otros descubren ahora, soy muy joven. Me sobran
dedos en una mano para contar las veces que he tenido la oportunidad de ejercer mi
derecho al voto. Sin embargo, la política me atrae desde antes de que pudiera participar
en ella.

Al inicio, no era para mí más que aquello que en ocasiones motivaba a los adultos,
les hacía hablar, juntarse, enfrentarse. Los diferentes partidos asemejaban su popularidad
con aquella que encuentran los equipos de fútbol entre sus hinchas. Ser de no sé quién
conllevó para mí un enorme y estructurado prejuicio, que había significado para quienes
no eran de no sé quién un montón de cosas por lo general negativas. Si siguiéramos mi
temprano juicio, esta aparente semejanza podría llevarnos al error de pensar que, como
puede ocurrir con los hinchas, los partidos políticos también son algo ajeno a quien los
sigue. Un argumento recurrente de aquellos que no disfrutan del fútbol es señalar que el
equipo al que idolatra no le da de comer, cuando algún entusiasta de este deporte se les
aparece como molesto o violento. Dicho así puede parecer un argumento trivial, pues, es
una verdad ampliamente conocida, pero, esconde una cierta complejidad. Cuando alguien
realiza esa afirmación busca expresar al otro que comprende su afición por su equipo,
aunque no la comparta, pero que no comprende que, por ejemplo, ponga en peligro su
integridad física o afectiva por ella. Cree hablarle desde la voz de la razón y confía en
recordarle aquello que necesita para recuperar la cordura: que ni su vida depende del
equipo, ni el equipo depende de que le dedique su vida. Pero, aunque podamos coincidir
en que lo que hagan o no hagan los partidos políticos repercute en nuestra vida de una
forma que nunca estará al alcance de ningún equipo de fútbol –alejemos de nosotros, así,
un futuro surrealista-, ¿es esto lo que piensa el grueso de los votantes españoles?

Creía que era una conciencia ya superada, pero aún hoy podemos escuchar a quién
ante una injusticia de magnitud social, en la que diferentes decisiones políticas participan
como variables principales, trata de alcanzar a comprender el porqué de tal suceder y se
contesta diciéndose: eso es política. Sin concentrarnos en analizar casos concretos, parece
que lo que motiva esta afirmación es la idea de que los intereses políticos son diferentes
de los intereses que podamos tener nosotros. Y no sólo diferentes, como pueden serlo
nuestros intereses y los de nuestro vecino o los de nuestros amigos, sino también opacos,
desconocidos. Desde esta perspectiva, si uno observa el panorama político actual, puede
parecerle que descubre, por ejemplo, que estos últimos meses de gobierno en funciones,
así como la repetición de las elecciones este próximo domingo, se deben sólo a los
problemas derivados de los enfrentamientos entre los intereses de los diferentes partidos
políticos política. Pero, ¿qué quiere decir esto? Quiere decir que el inmovilismo de la
mayoría de los partidos frente al hecho de que, como se dice, no tengamos gobierno, no
se debe sólo a la dificultad del cambio político que vive este país, o que representa un eco
de la situación política nacional, sino que más bien radica sólo en los intereses privados
de los partidos. Entonces, comprendemos que el hecho de que no tengamos gobierno se
debe a la no resolución de un conflicto de intereses privados y pertenecientes a esa esfera
ocupada por los partidos políticos; la política en sí. ¿Qué son, desde esta perspectiva, los
intereses políticos? Nada más, al parecer, que los intereses de los partidos. Así, como nos
dicen en este nuevo tiempo de campaña, no se puso fin a este largo hiato con un «gobierno
de cambio» por el ego de éste, por las demandas del otro, por las líneas rojas, etc.

Si nos sumergimos aún más en esta postura, la política se nos aparece meramente
como una interminable lucha de egos en la que los damnificados suelen ser aquellos que
están al margen: los ciudadanos. Los niños de la rosa no jugaron con los niños de la
berenjena porque estos últimos dijeron que querían ser capitanes del patio y que su prima,
la que muerde, fuera la princesa de su casa; los niños del babi azul se enfadaron con todos
los demás, que les ignoraban chillando y correteando burlonamente, porque la profesora
les había elegido como encargados de la clase; los niños de la clase de la naranja no podían
entender por qué todos los niños de las demás clases se pasaban el día enfurruñados,
alejándose unos de los otros, cuando podían volver todos juntos a la escuela y seguir
estudiando; nadie recuerda lo que les sucedió a los niños de las clases de apoyo, incluso,
algunos aún se sorprenden al descubrirlos por ahí sentados comiendo arena, y se
preguntan dónde han estado estos niños todo el tiempo. Este ejemplo es una reducción al
absurdo, pero pensar así nos lleva a la conclusión de que qué más da lo que hagamos
nosotros, meros ciudadanos, si esto de la política no nos llega, son cosas suyas; si esto de
la política tampoco cambia nada, todos los políticos son iguales; si a estos de la política
no les importamos, mas que cuando nos cruzamos en su camino.

Yo no creo que ésta sea la realidad y supongo que muchos de los que «iban a votar
igual» coincidan conmigo, pero ¿qué pensáis quienes no pensáis en ir a votar? Os he oído
multitud de argumentos, desde «son todos iguales» hasta el más actual e icónico «ninguno
de ellos me representa». No pretendo dudar de la validez o de la racionalidad de vuestra
forma de pensar, simplemente trato de hacer notar que esa interminable variedad de
argumentos desemboca en el común y sencillo «yo no voy a votar». Quizá, a lo sumo,
quienes no alejen de sí toda política, sino a todo partido, consideren acudir a su mesa
electoral y votar en blanco, demostrando que desean ejercer su derecho a voto y a
participar en el reparto de escaños, pero utilizando su voz para indicar que no se
encuentran representados por ninguna de las fuerzas políticas que tienen a su alcance.
Pero estos últimos parecen siempre tener en estima tanto lo político como su participación
en la política, por lo tanto, para ellos no dirijo esta breve arenga.

Aquellos que pensáis que la política es algo completamente ajeno a vosotros he
de deciros que creo que tenéis razón y que, a la vez, no la tenéis. ¿Cómo es posible esta
superposición de situaciones tan excluyentes? El hecho parece ser que, debido como
sucede el mundo, tenéis la posibilidad de tener razón, incluso, frente al hecho de que no
la tenéis. Todos nosotros hemos nacido bajo un marco constitucional, debido al cual, se
nos ha considerado en el mismo momento de nuestro alumbramiento ciudadanos del
Estado Español. ¿Qué quiere decir esto? Reduciendo mucho el ámbito de nuestra
respuesta, quiere decir que todos nosotros somos miembros de la comunidad política que
constituye el Estado Español. Esto implica, como ya sabrán, una serie de derechos y de
deberes. Sin embargo, compartiendo las voces más contrarias, uno bien podría pensar que
como los derechos no pueden reclamarse efectivamente, es decir, no son más que papel
mojado, es el propio Estado quien rompe el acuerdo establecido con la ciudadanía, por lo
que la responsabilidad que conllevan los deberes queda disuelta. Incluso, en estos meses
en los que el gobierno en funciones se comprendía como ausencia de gobierno, muchos
han reído con disfrazada resignación las bromas acerca de que estamos mejor sin «ellos»;
este «ellos» al que los niños de la berenjena han colocado el cartel de «casta», ese
«unidos» que refiere a un «nosotros» en manifiesta diferencia. Pero, aunque
consideráramos legítima tal situación, el hecho es que la política no remite
exclusivamente a lo que acontece en y entre los diferentes partidos políticos, sino más
bien a todo lo que acontece en la vida pública.

El espacio de la vida pública en la actualidad parece abarcar o, más bien, recoger
todo espacio humano imaginable. Esto quiere decir, entre otras cosas, que «escapar» del
espacio público, es decir, alcanzar algún lugar en el que estemos completamente fuera del
espacio público, parece algo impracticable. No busco aburrirles con largas disertaciones
que apoyen esta afirmación, pero sí creo conveniente compartir con ustedes un argumento
que siempre ha llamado mi atención. Uno puede pensar, por ejemplo, que como el espacio
público aparece entre los humanos, si me voy allá donde no disfrute de su compañía habré
salido con éxito de él. Sin embargo, como una vez con mucha lucidez me indicaron, ese
uno que escapa nació en una situación en la que gozaba de la compañía de los otros y esa
condición dibujó su identidad de tal manera que él mismo la construyo en relación a los
otros, por lo que los otros suponen algo indivisible de él. En definitiva, si uno se va al
desierto, se lleva a los otros con él.

El espacio público se organiza a través de la política, es decir, aquellos entre los
que aparece este espacio se organizan en él a través de la política. Cualquiera con algo de
memoria histórica sabrá que las formas de organización políticas han sido muy variadas
y que todas ellas, sin excepción, han comenzado sobre las formas inmediatamente
anteriores y han servido hasta que otras nuevas las han superado. Sea como fuere, ahora
en este país vivimos en una monarquía parlamentaria. Hemos de comprender que, tal
como suceden las cosas, la mayor parte de nuestra vida ocurre en el espacio público y
que, en la manera en que todo aquello con lo que tenemos contacto nos condiciona, cómo
suceda este espacio influye en cómo sucede nuestra vida. Por ello, no tomar parte de una
forma activa en el espacio público implica delegar en los otros el poder de establecer y
decidir cómo será una de las mayores condiciones de nuestras vidas. Es decir, al no tomar
parte activamente en el espacio público delego parte de mi poder de decidir sobre mi
propia vida en los otros. Además de este hecho, hemos de considerar que tal como surge
el sistema democrático, una de las fuerzas que con mayor presencia condiciona el espacio
público, el gobierno, se constituye mediante un proceso electoral y en clave
representativa. Si no ejerzo mi derecho al voto, lo que hago es delegar en otros mi
responsabilidad de configurar el espacio público. Si no lo ejerzo, no sólo no puedo decidir
en quien prefiero delegar el gobierno político de la comunidad a la que pertenezco, sino
que además pierdo poder sobre mi propia vida. Por ello, creo que cuando uno dice que no
va a votar porque ni su vida le importa a los de «arriba», ni los de «arriba» le importan a
él, olvida que lo que hace es perder voluntariamente poder sobre su propia vida.
Conseguir este poder no es algo sencillo. Votar como quien apoya a su equipo de
fútbol en Facebook, clicando un me encanta en la foto-encuesta, porque es el símbolo
elegido para su equipo, responde a una servidumbre diferente: la servidumbre a los
medios, a los partidos, o a cualquier cosa externa a uno mismo que le ha inducido a votar
de ese modo. Para conseguir ese poder sobre uno mismo es necesario que el acto de votar
sea un acto libre, es decir, un acto que no esté determinado nada más que por uno mismo,
del que uno pueda sentirse responsable y en el que uno pueda reconocerse. Por ello,
considero que es necesario comprender qué significa un voto, qué representan las
opciones que están a nuestro alcance y qué relación hay entre ambas cosas.

Ya saben que para votar es necesario acudir a su colegio electoral con el D.N.I.,
después de haber comprobado la corrección de su inclusión en el censo y que, si desean
no realizar un voto nulo, han de seguir las instrucciones, votando con el sobre blanco para
constituir el congreso y con el sepia para constituir el senado. Pero mucho me temo que
este no es más que el primer paso. Les insto a que comprueben, si no lo han hecho ya,
cuál es el programa de cada partido y a que se formen una opinión propia acerca de cada
uno y del panorama político actual. Todo ello no tiene como objetivo que cada uno de
ustedes esté en posición de optar al congreso, ni mucho menos, sino, más bien, que estén
en posición de poder elegir por sí mismos entre las opciones con las que todos contamos.
Luego, por ejemplo, pueden consultar qué hace cada cámara, cuáles son sus retos y qué
papel tiene cada una en el escenario político en el que nos encontramos. Este ejercicio
aparece como conveniente en todo momento de la vida adulta de cualquier ciudadano.
No sé si habré hecho un buen papel, o si éste papel es ahora necesario. Pero sí creo
que deberían ejercer su derecho al voto y comenzar a creer en el hecho de que cuando
hablamos de política hablamos de la organización de las formas en las que sucede el
espacio público y que, dada la pertenencia de todos a tal espacio, si uno quiere ser dueño
de sí no puede obviar la influencia de lo público en su vida.

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