Nº39

 Junio de 2016


Nota editor.

El despertar de una noche convulsa que comenzaba con la indudable certeza de
que nadie es capaz de dormir con este calor; la certeza que hace aguas en el sudor que
acumulaba el hoyuelo que la piel da lugar justo encima del final de la espina dorsal; la
tranquilidad de ocultar la ropa dispersa de abrigo en el desván celoso de la niñez; el hastío
manchado del rencor a uno mismo por la falta de predicción, sentido al subir la escalera
metálica que se despliega abriendo el hueco que el desván al ayer deja adivinar; el calor
que vuelve tan sólo para recordarnos a todos que nadie le dice cuando marchar, cuando
volver para derribar.

Constantes que se repiten en el verano, que siempre había sido la felicidad cubierta
con el manto etéreo que presentan las estaciones, que se aparece ahora como otro giro
más. La vida se asemeja a una rueda en la que sólo aquellos que alguna vez la vieron
parada pueden adivinar los radios gemelos. El trabajo, al igual que su ausencia, marca el
devenir del tiempo. Segundos que se agolpan en la espalda del que da la vuelta y todo lo
ignora, que gritan e insultan golpeando la puerta exigiendo ser escuchados, tomados uno
a uno; que exigen que la vida se postre ante ellos. Pero el hacer y el descanso se confunden
entre sí hasta tal punto que su agente se convierte en espectador, olvidando cuál de las
dos actividades daba sentido a su vida.
Treintaynueve nada más. Que disculpe la vida esta crónica que aún grita.

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