LA TRASCENDENCIA DE LAS FORMAS SOCIALES Y EL CASO CATALÁN

Yo no quiero la independencia de Cataluña. Quiero que quede claro mi querer. No quiero
que España se divida, pero tampoco quiero vivir en un país que agota la diversidad y
anula la capacidad de autonomía a golpe de ley. Porque la ley no siempre es garantía de
justicia; la ley la hacen los poderosos, no los justos.

Como decía Ernesto Sabato, no quiero justicia social sin libertad ni libertad sin justicia
social. Reformulación sabatiana: no quiero España sin Cataluña ni Cataluña sin España.
Reformulación sabatiana compleja: no quiero unidad sin diversidad ni diversidad sin
unidad.

Yo no quiero la independencia de Cataluña. Quiero una España fuerte y unida en la
pluralidad. Yo no quiero la independencia de Cataluña, pero quiero un reconocimiento de
sus singularidades -de entre las cuales, quizás la única que nos une, es la pertenencia a un
Estado de derecho-.

Hay un argumento que los independistas parlamentarios esgrimen en defensa de la causa
secesionista que me parece absolutamente pertinente traer a colación a fin de aclararlo y
hacerlo comprensible al gran público -en el caso de que el gran público acceda a mis
escritos-. Ojalá pueda servirnos para la construcción de una nueva España. Puede que su
formulación suene a oídos patrios alarmantemente antidemocrática -con todo, patriotismo
y democracia son dos conceptos que se hacen la zancadilla el uno al otro-, pero en su
profundidad filosófica esconde un sentido de enorme potencial humanista: en ocasiones,
a lo largo de la evolución histórica de la humanidad, hay que quebrantar la legalidad
vigente para trascenderla; es decir, para renovarla. Los habrá que no acepten esta tesis,
como tampoco aceptarán el derecho de los catalanes a decidir su futuro, y como no
aceptarán tampoco las libertades que una democracia formal, demasiado formal, está
perdiendo.

El progreso vital parte de un nivel meramente animal hacia un nivel espiritual y de éste
al nivel cultural, en el que se produce una contradicción interna. Decimos que el progreso
vital alcanza la dimensión de cultura cuando la potencia vital crea estructuras que son
expresión de las formas de manifestación y consumación de esta energía; estas formas
comprenden en sí mismas el fluir de la energía vital, dotando a la vida de forma y
contenido, de orden y libertad. Pero en el momento mismo en que las formas vitales son
constituidas alcanzan significación y existencia propias -una legalidad propia que ejerce
resistencia contra la vida: sentido propio-, estableciéndose como cristalizaciones
objetivas, independientes de la vida y autónomas, que solidifican el potencial creativo de
la vida, la energía vital, trascendiéndola. Hablamos de la ciencia, del derecho, del arte, de
la política o de la religión. La vida, en su acontecer como energía vital, crea algo que va
más allá de ella, que la trasciende temporal y espiritualmente. Y pese a todo las formas
se mantienen como condiciones necesarias para la manifestación de la vida, para la
satisfacción de sus intereses y necesidades.



Cuando una forma no es capaz de cumplir su función para la vida -para convertirla en
vida espiritual y no solo animal, para ser su rostro y su manifestación externa o empírica-
es superada sustituida por una forma nueva con la que lucha, hasta que acaba pereciendo.
El cambio permanente de las formas culturales, la destrucción de formas viejas y la
construcción de unas nuevas, además de significar el éxito de la fecundidad y de la fluidez
de la vida, expresa también su contradicción interna: entre la dinámica de la fuerza vital
y las consolidaciones objetivas que inhabilitan la vida trascendiéndola pero en las cuales
ésta puede expresarse y manifestarse -la vida carece de forma, por lo que necesita de
configuraciones particulares que la permitan expresarse como algo fenoménico y
tangible; el conflicto consiste en que en la configuración particular y objetiva la vida
queda inhabilitada, superada y anulada-. Cada forma instaura unos determinados modos
de ser y de hacer. En este sentido la historia se encarga del estudio de los momentos de
cambio entre unas formas y otras, así como de los portadores de estas formas y las causas
concretas de su sustitución, a fin de revelar en cada uno de estos momentos la fuerza vital
que los subyace.

Resumen de lo dicho hasta aquí: las formas sociales -arte, religión, política, economía,
derecho- son frontera y medio de expresión de la fuerza vital. Un cambio cultural se
produce cuando una de estas formas revela, en su incapacidad para dar cabida a la energía
vital que late debajo, para satisfacer las necesidades e intereses vitales, el punto álgido de
su relevancia cultural y el comienzo de su decadencia. Los cambios históricos, que son
en último término cambio culturales, coinciden con los momentos de levantamiento de la
vida contra sus formas objetivas de expresión; en estos momentos las formas viejas y
caducas son destruidas y sustituidas por otras nuevas y renovadas, capaces de albergar
bajo su contorno el contenido vital de la época. No puede negarse que el hombre de una
época es intelectual, cultural, moral y materialmente distinto al hombre de otra época; de
la misma manera las formas culturales de la una son totalmente distintas a las de la otra.
Se puede seguir de lo recorrido en el párrafo anterior que el instante de decadencia de una
cultura o de una civilización -o de un pueblo, sociedad o colectivo humano-, cuya
extensión temporal puede ser más o menos larga, más o menos intensa, coincide con el
instante de explendor y de éxito. Cuando una cultura está en lo más alto está también en
lo más bajo, cuando más puede dar de sí menos se esfuerza en hacerlo; el progreso cultural
está dominado, en los momentos de superación o de tránsito, por el principio de la
economía de energía: pudiendo desplegarse en toda su potencialidad, se muestra
impotente, revelando la necesidad de ser superada.

Centrémonos ahora en el derecho, que es el estrato de la vida que en este caso nos interesa.
La forma social del derecho surge como instrumento para regular el ser y el hacer de los
hombres en una época y comunidad concretas; para canalizar el torrente vital en una
dirección determinada, que dependerá del sentido que adquiera el devenir histórico en esa
época: el establecimiento de la paz perpetua, la realización del espíritu absoluto, el
encuentro con Dios... todo ello desde el campo de lo político, es decir, desde el campo de
las interacciones humanas. La forma objetiva del derecho les sirve a los hombres para
regular y orientar su hacer sobre el mundo y su ser con los otros en virtud de un ideal de
convivencia y progreso social.

Pero, como decíamos, cada época histórica comprende una imagen propia del mundo y
del hombre, un sentido de la historia, un modo ideal de convivencia; y los cambios en la
comprensión del mundo y del hombre provocan cambios en las formas objetivas de la
legalidad. El contenido del derecho del siglo XVII no puede servir para el siglo XXI -
lamentablemente aún mantenemos un contenido jurídico muy similar al de aquel
entonces, y por eso nos duelen tanto las leyes-. La forma social del derecho, como la del
arte -los estilos artísticos evolucionan, superándose, a lo largo de la historia-, tienen que
amoldarse a las necesidades vitales del momento histórico.

La fuerza vital, encarnada en cada uno de los actores sociales, crea formas sociales -
objetividades abstractas, conceptos, ideas- para satisfacer sus necesidades, intereses y
deseos. La infraestructura material crea superestructuras espirituales que luego la
dominan: las fuerzas económicas creando modos de producción que las enajenan. Cuando
las formas sociales ya no sirven para satisfacer las necesidades vitales, cuando no son
capaces de soportar sobre sus contornos la fuerza vital que late en su interior, cuando ésta
no cabe por el marco de la puerta, decide romperla a cabezazos. Cuando los modos de
producción se imponen sobre las fuerzas económicas, cuando las ideas autónomas
determinan y condicionan la vida que las crea, es el momento de destruirlas y crear unas
nuevas.

Es posible que el argumento secesionista al que nos referíamos al comienzo tenga algo
de razón de acuerdo a lo dicho. La legalidad vigente ya no sirve como medio de expresión
y como frontera de la energía vital que lo subyace, y entonces se hace necesaria su
destrucción para la constitución de nuevas leyes, esto es, de una nueva forma de legalidad:
un nuevo marco para la interacción social.

Ahora bien, primer problema. Vale que la negación de ciertas leyes -que emanan de un
derecho abstracto e ideal que se impone sobre la vida aun partiendo de ella- suponga su
trascendencia para la creación de unas leyes nuevas capaces de acoger la fuerza de la vida
o del espíritu del pueblo catalán. Pero no se sigue de ahí la desobediencia a las leyes como
condición necesaria para su superación; sólo, quizás, la obediencia a la ley evolutiva de
las energías vitales.

Segundo problema. El argumento de la trascendencia histórica de las formas sociales para
el desarrollo de la potencia vital o espiritual es tomado por los independentistas como
pretexto para la acción unilateral y no como fundamento legitimador para la defensa de
la causa nacionalista. Como excusa, como fin del proceso para la independencia y no
como proceso mismo. ¿Quién tiene la autoridad para hacerse representante de las
necesidades vitales del pueblo catalán?, ¿en base a qué derechos? La voluntad de un
pueblo se manifiesta desde sí misma y desde sí se trasciende a sí misma trascendiendo las
formas que la oprimen, que son ella misma en la cristalización de su esencia, que por ser
reificada no es esencial. El espíritu colectivo es el agente de cambio, verdadero agente
histórico. El individuo, sin interacción con el otro, no es animal político; es decir, sólo
como potencia alberga en su espíritu la acción histórica, que es siempre acción
revolucionaria. La historia avanza de forma dialéctica porque evoluciona de revolución
en revolución.

Tercer problema: el gran problema catalán. El tercer problema del independentismo
catalán está estrechamente vinculado al segundo y tiene como consecuencia la ingenuidad
y corrupción del proceso institucional que solidifica como forma social objetiva todo el
movimiento del espíritu colectivo. Tiene que ver con el hecho de que no es el propio
espíritu del pueblo catalán el que se erige como arquitecto de la transformación social,
sino que es don Artur Mas quien se autodenomina legítimo autor de la causa nacionalista
catalana. En este momento el nacionalismo catalán ya está abocado a la catástrofe. La
pureza y la lógica vital de los argumentos para la secesión pierden todo su poder de
justificación y toda su energía vital cuando cristalizan en la figura del señor Mas: Artur
Mas es el gran problema del independentismo catalán.

Mas se ha impuesto como arquitecto del glorioso Estado republicano catalán que ha de
venir, y proclama así la caída del movimiento independentista. Mas toma la causa catalana
como medio para el aseguramiento del poder que cada día más se le escapa de las manos
y no como fin en sí mismo; el espíritu del colectivo catalán es el juguete de extorsión y
retórica del que se sirve para los intereses de su partido, que es el partido de castas de la
alta burguesía catalana. Si constructor de la transformación de las formas sociales de
gobierno, Mas lo es en calidad de constructor material: pretende la secesión para la
satisfacción de necesidades materiales y económicas, para la obtención del poder, y no
guiado por la aspiración última de la construcción histórica desde la subjetividad -que
debería ser el resorte para el empoderamiento de toda la sociedad española y para que
reclame su autonomía como pueblo democrático y libre que no necesita de pater ni de
Leviatán-. Cuando el espíritu del pueblo, en su papel de sujeto revolucionario que decide
arrasar con las formas vigentes movido por la energía vital para la creación de unas
nuevas, es dirigido por un arquitecto ingenuo que toma como horizonte último un fin
material, la revolución queda desactivada. Y el esfuerzo colectivo cristaliza como fracaso
vital, bajo la forma de algún hecho histórico que está por llegar.

A este respecto, y exclusivamente como opinión personal, creo que el nacionalismo
catalán sólo podrá convertirse en nacionalismo ilustrado -no-ingenuo- y el camino
secesionista en camino hacia la liberación espiritual e intelectual de un pueblo que exige
la manifestación de su vida interna desde sí misma, si Antonio Baños, y no Artur Mas, se
convierte en ideólogo del proceso institucional; entonces, ideólogo y arquitecto
intelectual, no material ni ingenuo como Mas.

Eduardo Gutiérrez Gutiérrez

No hay comentarios:

Publicar un comentario