Ensayo fronterizo.

–Musas de la Pieria que con vuestros cantos prodigáis la gloria, venid aquí, invocad a Zeus y
celebrad con himnos a vuestro padre. A él se debe que los mortales sean oscuros y célebres; y por voluntad
del poderoso Zeus son famosos y desconocidos. Pues Zeus altitonante que habita encumbradas mansiones
fácilmente confiere el poder, fácilmente hunde al poderoso, fácilmente rebaja al ilustre y engrandece al
ignorado y fácilmente endereza al torcido y humilla al orgulloso.- Hesíodo, Teogonía.

El tema central que engloba la publicación de este número especial es la guerra de
Siria, el terrorismo perpetrado por la interpretación radical de la yihad, y bueno, creo que
a nadie le pilla por sorpresa este tema tan extendido como desinformado. Yo, no crean,
no dispongo de información privilegiada, a no ser la sospecha detenidamente reflexionada
de que los medios de comunicación masivos jamás dicen verdades (de ningún tipo, ni
kantianas, ni hegelianas). Sería una falta de respeto y de prudencia por mi parte dedicarme
a escribir opiniones fatalistas, por muy afines que me sean, en torno a este asunto que tan
ocupados parece tenernos a los occidentales. Igualmente cuestionar acciones militares y
políticas, de este o aquel país, del bando de los buenos o del de los malos, me dejaría un
regusto a hipocresía y a “postureo”, que básicamente es a lo que me saben las noticias,
con esos aires patéticamente rigurosos y graves que se respiran en nuestros días. Así pues
prefiero dedicar estas pobres palabras a algo que me resulta más cercano y conocido, a
algo que me disgusta más que cualquier guerra y cualquier muerte, a algo que no me
obligue a defender el terrorismo (el de ningún “bando”, claro). Prefiero escribir ante
ustedes sobre algunas cuestiones filosóficas (y así aprovecho para defender lo único en lo
que aun puedo creer) que rodean todo este asunto.

En primer lugar me gustaría resolver la cuestión moral, y lo voy a hacer rápidamente
y sin aspavientos. Distintas ramas de pensamiento moral podrían sacarse a colación, y
podríamos resumirlas en dos grupos: universalismo y relativismo moral; y perdonen por
la simplificación. La pregunta básica sería ¿lo bueno y lo justo son valores universalmente
válidos o son relativos a las diversas sociedades y culturas? Bien, ambas posibilidades
son problemáticas, y en último término la toma de posición en favor de una u otra es una
cuestión de convicción o interés. Con esto ya estaría resuelto el problema, no obstante, si
mis profesores de ética leyesen este tratamiento tan banal y poco trabajado de una
problemática que recorre la historia del pensamiento desde hace más de dos mil años me
defenestrarían.

Aun así, puesto que estamos en el ámbito de la opinión pública voy a obviar la
demanda de profundidad que exigen estas consideraciones y voy a continuar en esta línea,
incluyendo algunos puntos de vista que no tienen que ver estrictamente con el estudio de
la moral. Hoy por hoy pienso que, en términos cuantitativos, la mayoría de la población
mundial (de nuevo moviéndonos dentro de la perspectiva de la opinión pública) tiende a
valorar favorablemente el relativismo moral por considerarlo la mejor solución frente a
la interpretación del universalismo como una doctrina que impone dogmáticamente un
punto de vista cerrado (y que no solo se aplica a lo moral sino también a lo estético,


religioso, económico, intelectual, etc.). Los estados modernos laicos, no implican
ateísmo, sino libertad de fe (aunque se podría reprochar a esta idea que sin una autoridad
religiosa establecida en el nivel público, el fenómeno religioso perdería fuerza
institucional deviniendo en un ateísmo de la ignorancia o de la pereza). El caso es que el
problema que nos ocupa enfrenta a dos bandos a los que voy a llamar de forma algo
arbitraria “Occidente” y “Fundamentalistas de la yihad”.

El primer bando, el nuestro (no puedo evitar reírme [más bien descojonarme] ante
este pensamiento de identidad), se alza como paladín del relativismo, entendido en el
sentido de la postura más apropiada para fomentar la tolerancia y el respeto para todos.
Su única premisa teórica en moral es el llamado “principio de oro” en su formulación más
ambigua y contaminada de contenido: “no hagas al prójimo lo que no quieras que te hagan
a ti”. Este principio es una suerte de mezcla alquímica entre el imperativo formal de Kant
y la consigna sartreana que reza: “mi libertad se termina donde comienza la de los demás”.
En definitiva lo que defiende este principio teórico es el sueño ilustrado de libertad e
igualdad universales: tú puedes creer en lo que quieras, vestirte como quieras, opinar lo
que quieras, follar con quien quieras, comprar y vender lo que quieras, etc., siempre y
cuando no impidas o coacciones las acciones privadas de otros. A primera vista vemos
que esto ya resulta dolorosamente impreciso, con demasiados “vacíos”. Y esto es así
porque (entre otros motivos) es una conjugación chapucera entre el universalismo formal
de la moral y el relativismo cultural que nace en el seno de las sociedades liberales,
digamos privilegiadas. Se suaviza la imagen colonizadora-civilizadora de la Europa
decimonónica con la inclusión en el panteón moral del principio de tolerancia cultural y
religiosa. Al ampliarse la noción de humanidad, forzada a incluir una inmensa diversidad
de pueblos, tribus y costumbres, la cultura más “materialmente poderosa” para seguir
detentando su hegemonía, decide reformar su moral para garantizarse una imagen global
de un atractivo inigualable. Aunque es un tanto arriesgado hablar en los términos de que
“una cultura decide” (a fin de cuentas lo que podemos observar sin adentrarnos en
especulaciones abstractas, no es sino una suma enorme de acciones concretas de
individuos [siempre dentro de un marco de instituciones y organizaciones sociales
determinadas]), podemos valernos de este dudoso recurso para explicar el devenir
histórico que ha creado el concepto de “Occidente”. Y como sabemos no solo su historia
empírica es cuestionable de acuerdo a sus afirmaciones y convicciones teóricas, sino que
las mismas convicciones morales entran en contradicción entre sí y con otras
convicciones de otros ámbitos (principalmente según mi parecer con sus fundamentos
económicos). El caso es que dentro de todo este “caos occidental” siempre ha habido una
constante: la expansión y el progreso de Occidente. No importa si hay que reformular los
principios y modificar algunas costumbres (y por supuesto no importa si lo que hay que
cambiar son las costumbres de otros) lo único que importa es ampliar cada vez más el
espectro de posibilidades de acción, incrementar y explotar las tasas de desarrollo
humano, atrayendo una cantidad cada vez mayor de libertad, aun cuando no sepamos qué
hacer con esa libertad, aun cuando no sepamos si queremos más libertad. Qué decir de
esta actitud ¿naturaleza humana o rasgo cultural? A su juicio les dejo la respuesta.

Y ahora, ¿qué pasa con el otro bando, con los “Fundamentalistas de la yihad”? Sin
duda vemos que su actitud moral es evidentemente universalista: hay un código que
establece unas reglas determinadas que constituyen un modelo social que es el único
modelo correcto y deseable. Quien no comparta este punto de vista está, indudablemente,
equivocado. Hasta aquí supongo que la mayoría de los musulmanes me darían la razón
en mi juicio acerca de su religión, entendida dentro del marco social. No obstante estos
“Fundamentalistas de la yihad” o “Yihadistas” (término tan apetecible para los medios de
comunicación [basura humana]), se caracterizan por la interpretación absolutamente
dogmática y belicosa de ciertos principios de la religión del Islam. Para la mayoría de
musulmanes si bien se puede reflexionar acerca de algunos puntos del libro sagrado, la
perspectiva normativa está realmente bien definida. Por así decirlo hay algunas
obligaciones inherentes al hecho de “ser musulmán”. No soy un entendido en el tema ni
mucho menos, pero sé que una de ellas es el ayuno durante el mes del Ramadán (en
Marruecos contemplé a una enorme cantidad de musulmanes cumpliendo esta obligación
a rajatabla). Otra es la aceptación absoluta de la fe en un único dios que es Alá, cuyo
último profeta fue Mahoma. Y otra obligación es la yihad: el esfuerzo, ¿qué esfuerzo?
Hay diversas interpretaciones aunque, como saben, la más extendida es: el esfuerzo por
extender el Islam por todo el mundo mediante la guerra santa (cosas que explotan y pegan
tiros cuando uno menos se lo espera). Esta interpretación es la más explotada,
irónicamente, por los medios de comunicación occidentales; más o menos la cosa es así:
los musulmanes tienen la obligación de la yihad, y la yihad consiste en pegar tiros a
diestro y siniestro a civiles libres e inocentes y en poner bombas en sitios bien concurridos
de civiles libres e inocentes; ergo musulmán es igual a yihadista, que es igual a terrorista.
Espero que coincidan conmigo en la parcialidad de esta ideología masiva y no piensen
que soy “un puto moro”. Por suerte o por desgracia para mí, y aunque no les interese, yo
soy más ateo que las ratas (como diría Iván de los Ríos) y no puedo ser otra cosa (lo que
no significa, por otra parte, que mi pensamiento no pueda ser espiritual). Aunque también
les digo que disto mucho de querer ser “un puto europeo” o uno de esos libres e inocentes
civiles occidentales. Pero no estamos hablando de mí joder, así que dejemos, como
buenos occidentales, mis opiniones tranquilas.

La obligación de la Yihad también puede interpretarse como un esfuerzo por
extender la fe de forma no belicosa, o incluso como un esfuerzo por mantener y afianzar
esa fe dentro de uno mismo. También puede considerarse el esfuerzo por vivir de forma
en que se beneficie a la constitución de una sociedad musulmana pacífica y recta, y
también como el esfuerzo por resistir pacíficamente las agresiones externas, como medio
pacifista de extender la fe en el Islam (a Gandhi le funciono ¿no?). En cualquier caso la
interpretación de esta palabra está en manos de los lingüistas y expertos en estudios
islámicos, y hay una controversia considerable según tengo entendido. Así que, como
mínimo, deberíamos considerar que el término “Yihadista” es un uso injusto que se
excede en la significación dogmática del significante de acuerdo a los intereses
sensacionalista, y no poco terroristas, de los grandes medios de comunicación. Por eso
prefiero utilizar el término “fundamentalistas de la yihad”, que hace referencia a la
interpretación beligerante radical del concepto de “yihad”. Pues bien estos señores
radicales son un pequeño porcentaje de la población musulmana, no obstante, con un
poder militar más que considerable. Podrían aventurarse hipótesis de carácter geopolítico
y económico para explicar el surgimiento de estos fundamentalismos como respuesta a la
amenaza “relativista” occidental. Si se percibe que la presencia de occidente en
poblaciones fuertemente musulmanas, con un alto nivel de pobreza, ignorancia y miedo,
por parte de estas, implicará que sus hijas se conviertan en prostitutas, sus hijos en
drogadictos y ateos, y sus matrimonios en seno de adulterio y discordia ¿acaso no
justificarán a una élite de radicales totalitaristas que propugnen como máximo valor la
pureza y la divina verdad de su religión? Pero, desgraciadamente para todos (ellos y
nosotros), esta actitud victimista no puede justificar los actos de violencia cometidos por
esa élite que capta adeptos dispuestos a inmolarse por un paraíso virginal. Lo que ha
ocurrido en París es una desgracia sí, sin duda, pero una desgracia “menor” si
consideramos lo que pasa a diario en Siria (por absurdo que resulte juzgar la muerte de
forma cuantitativa). Si la muerte es mala, es mala absolutamente, ya sea en forma de
guerra, de terrorismo, o de pasividad. ¿Cuánta gente muere al día en el mundo a causa de
la pobreza, la enfermedad, la violencia, etc.? ¿Por qué si ocurre en una ciudad occidental
es una tragedia insoportable y si ocurre en oriente medio es un daño colateral? Es más
¿por qué es peor la muerte si identificamos a un sujeto que aprieta un gatillo? ¿Acaso no
es más digno de compasión quien muere en un anonimato cruel debido a la explotación
de recursos en algún país de África o en una industria química en México? ¿No es toda
muerte algo ridículo? A día de hoy, con nuestro bagaje histórico y científico, ¿de verdad
es necesario seguir preocupándonos? ¿Seguir prestando testimonio ante el jurado de la
vanidad? ¿No es mejor capitular y pasar a otra cosa, sin negar nada de cuanto hemos
hecho y dicho, de cuánto hemos sido? ¿No es mejor tender el puente de una puta vez?
Llegado a este punto me cuesta seguir, me cuesta creer que no estoy haciendo un
absoluto ridículo ante ustedes, irritándoles porque sí, para joderles sin más. Tal vez es lo
que esté haciendo, tal vez sea mi forma de expresar el dolor por los sirios y los palestinos,
por los franceses y los españoles, por una humanidad enajenada que ha comprendido la
verdad de su historia y aun así se niega a sí misma. Se niega una y otra vez, esta sea acaso
la frontera que ha de superarse con la yihad de la humanidad; ¿acaso no sería digno el
esfuerzo de unirnos de una vez por todas, aunque ello implique nuestra desaparición
absoluta? ¿No hemos hecho ya suficiente? ¿No hemos dejado suficientes pruebas en todos
los planos a los que hemos accedido? ¿Por qué insistimos en negarnos a nosotros mismos,
como especie, como individuos y como dioses?

Como triste salvoconducto diremos que no es culpa del hombre, que el miedo a la
muerte, a la posibilidad de la inexistencia como laceración y no como bálsamo, es
superior a la más elevada comprensión de que es capaz. La Historia ya está
fundamentalmente acabada, tanto en Hegel como en Schopenhauer, tanto en Marx como
en Nietzsche; y la tragedia que hoy vivimos ya sucedió y fue comprendida en la homérica
Troya. Así pues, no lo olvidemos; el olvido es la muerte más real y más injusta.

David Álvarez García

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