DON´T PRAY FOR US

Las palabras no son balas, los gestos sociales tampoco. No lo son las imágenes y
no lo son las personas. Nadie, espero, ha muerto siendo la causa directa de su muerte el
mensaje de un discurso. Pero sí matan los actos, sí matan las decisiones y sí matan los
hombres. El terror, el miedo, no son medios para matar, aunque bien lo pueden llevar a
uno al infarto. El terror sirve, si se usa, para coaccionar, para que aquel que lo sienta
cambie su conducta; aquella que tendría en ausencia de tal condicionante. Pero la
conducta es algo muy complejo y el terror, aunque efectivo, varía la conducta de alguien
en mayor o menor grado dependiendo del grado de terror al que éste sea sometido y el
periodo de tiempo en el que esta exposición se prolongue. Incluso desde esta perspectiva,
no podemos afirmar el grado de efectividad en la modificación de la conducta, ni tampoco
si esta modificación se producirá dentro de los términos que aquel que trata de coaccionar
por el terror decida o prefiera. Y este es el problema que yo quiero tratar hoy y aquí, el
hecho por el cual podemos afirmar que el animal más peligroso –animales racionales y
no racionales- es aquel que se siente acorralado o está herido, aquel que, en definitiva,
tema por su vida; peligroso para sí y para los demás.

Nuestra Rae le concede en primera acepción a la palabra terrorismo: dominación
por el terror, y en segunda acepción: sucesión de actos de violencia ejecutados para
infundir terror. No paremos aquí. Miedo, para nuestra academia, -siendo terror: miedo
muy intenso- es una perturbación angustiosa del ánimo por un riesgo o daño real o
imaginario, e, incluso, en derecho, en nuestra legislación, la española, el miedo
insuperable es miedo que, anulando las facultades de decisión y raciocinio, impulsa a una
persona a cometer un hecho delictivo, siendo ésta circunstancia eximente –en tanto que
puede valer como atenuante- del hecho delictivo en tal circunstancia cometido.
Saben, si nos leen, que mi preocupación política tiene puesto el foco en los
constructos sociales que todos formamos y hacemos reales al practicarlos y así esperarlos,
hablando llano, en aquello que todos conocemos y aceptamos como normal, en el cómo
funciona el mundo. En este artículo no voy a tratar sobre las muertes, o sobre las armas,
o sobre la política bélica, o sobre la civilización frente a la barbarie, o de cómo ordenarse
ante tal desafío político, etc. considero más necesario hablar del miedo y de sus
consecuencias.

Visto lo visto y a no ser que alguno de ustedes, nuestros lectores, sea algún tipo
de político, activista o militar, ninguno de nosotros podemos hacer mucho más por el
devenir de esta enésima guerra –que esperemos que ningún hijo de los futuros hombres
la llame tercera- que esperar, atender y presenciarla, lo que no nos excluye de participar
en ella. Pero, por suerte, continuamos gobernando nuestros actos y nuestra conciencia.
Por si alguno o alguna aún vive en una caverna, el mismo día que se llevaron a cabo las
muertes de tantos europeos en Francia, la misma causa se cobró cifras igual de o más
escalofriantes en otros países; y en algunos mares. Noten mi lenguaje, es un reflejo del
mensaje y la forma de darlo por nuestras queridas instituciones y nuestros queridos
medios de comunicación. ¿Por qué esto ocurre así? Déjenme que les diga que no creo que
sea porque nuestra sociedad sea indolente a lo que ocurran en otros países y otras gentes;
por muy bárbaros que se puedan poner los nuestros; espero. Creo, más bien, que el miedo
que les preocupa a estos organismos públicos y privados es el nuestro; incluyéndonos en
lo que llamamos primer mundo. Ya sea para tratar de crear algún tipo de sentimiento
político, para aproximarse a algún objetivo que necesite de la conmoción social para que
ésta lo permita y lo acepte, o, en el caso de los segundos, para conseguir o mantener unas
cotas de popularidad que lleven el negocio a buen puerto de mano de las emociones más
empáticas de los consumidores.

El miedo es un sentimiento de un carácter dominantemente subjetivo. Si
sometiéramos a dos personas de un mismo corte social a enfrentarse un estímulo que,
realmente, pueda significar un peligro para su salud o, incluso, contra su vida e,
igualmente, a un estímulo que no suponga ninguna amenaza, podremos comprobar
niveles igualmente delirantes de miedo, hasta su superlativo, terror, en los dos sujetos
indistintamente del estímulo o incluso ningún nivel de miedo ante ambos impulsos. Que
estos resultados tan opuestos sean posibles nos revela que miedo está tan ligado al medio
–ya desde su respuesta como capacidad natural, el instinto- como al sujeto –el valor del
sí mismo, para sí mismo, explica tan incontrolable respuesta cuando este valor
superlativo, su propio valor para sí, se pone en peligro-. Pero el miedo que nosotros
sentimos ya no es el miedo de nuestros vecinos animales -no podemos quedarnos en el
instinto-, tenemos una muy larga y muy compleja lista de factores que en este avance en
el tiempo y en esta distancia evolutiva con nuestros antiguos semejantes que hemos
relacionado emocional y racionalmente a este primer instinto que era el miedo y que
permiten que este sea, casi, propiamente subjetivo. Una vez en este punto, nos es fácil
afirmar que para atemorizar a alguien no es necesario ponerle ante un peligro real, es más,
no es necesario ponerle delante de un peligro e, incluso, no es necesario ponerle ante algo
real.



Entonces, cuando hablo con fulanito, que me dice horrorizado que canceló su viaje
a París, que cómo que porque, que si no he visto las noticias, o cuando ahora hablo con
menganita y me dice que no está segura, pero que le llegó un mensaje que afirmaba que
en la próxima fiesta multitudinaria en donde sea pondrán una gran bomba y que, aunque
ya ves, no cree que vaya por si acaso, puedo deducir, en ambos casos –salvando, incluso,
la diferencia que otorga la mayor o menor distancia temporal con la acción que provocó
el terror- que aquello que ambos dejan de hacer, esa acción negativa, está motivada por
el miedo y que este surge a partir de la información a la que se sometieron desde los
medios públicos. No es mi intención tildar de inofensiva la amenaza terrorista, sino hacer
notar que el miedo que les preocupa a nuestras instituciones y medios de comunicación
es el nuestro. Ahora que ustedes y yo sabemos que el terrorismo es la dominación por el
terror y gracias a lo que explícitos que son los terroristas, podemos saber cuáles son los
términos en los que desean nuestra dominación, el fin de las acciones que promueven el
terror, pero no tenemos claro que dominación buscan ejercer estas instituciones y medios
de comunicación con la propagación del terror que los terroristas cometen. No se
equivoquen, no quiero demonizar todo el ámbito de comunicación estatal y privado, sino
tratar y de llamar a las cosas por su nombre, respecto de toda aquella exaltación del acto
terrorista ajena a la función propiamente informativa, y de aclarar cuál es el fin que pueda
tener tales actos de promulgación del terror.

Aún tras esta última declaración creo que no es necesario que comencemos por
tratar de adivinar cuáles son sus intenciones, considero que por ahora nos bastará con
interpretar sus efectos. La causa de tales efectos es esta guerra que ocurre alrededor de la
zona que serviría como alternativa al canal de Suez y de la que participa casi todo el
mundo –la historia más cercana ya nos enseña que es posible participar de una guerra sin
necesidad de ser alterado por ella o alterarla a ella directamente-, pero ¿qué es lo que nos
toca ahora a nosotros de esta guerra? ¿Cuáles de sus efectos nos afectan?

A grandes rasgos me atrevo a afirmar que una parte de la crisis migratoria, los
atentados aquí –en la parte que nos es agradable de Europa-, nuestros muertos allí –no
necesariamente en zona de guerra, fíjense, si quieren, en las noticias de los días siguientes
al acto provocador de terror, en los nuevos damnificados que se muestran, que tienen
varias nacionalidades pero entre ellas la nuestra- y el miedo. Una vez aquí, como señalaba
antes, apartemos ahora aquello que directamente no podamos manipular y nos queda sólo
el miedo.

Si la causa es la guerra y entre sus efectos el que nos preocupa es el miedo –esto
es lo que planteo- tenemos un problema, que el miedo puede hacernos perder nuestra
razón y negar nuestra voluntad, o peor, que nos justifiquemos nuestras intencionadas
negaciones, y, tenemos una oportunidad, ya que si es nuestro el miedo algo podremos
hacer par que contra nosotros no se vuelva. A raíz del problema y ubicándolo en el ámbito
de lo político –aquello que incluye, esencialmente, la combinación del conflicto y de lo
público- lo primero que me surge es la tensión entre seguridad y libertad; no sé a ustedes.
No hace falta ser Stuart Mill, ni tener su visión histórica, para ver que los Estados han
utilizado y utilizado con éxito el miedo de sus ciudadanos como justificación para violar
alguno de sus derechos –libertades, también- en nombre de su seguridad. No me entiendan
mal, la justificación de tales violaciones no es el miedo, es la seguridad, su preferencia,
el amparo que descubre al Estado como el lugar en el cual podemos relajar el miedo, pero,
es este miedo quien motiva efectivamente la aceptación de tales violaciones. Es decir,
uno al aceptar aquello que se promueve en nombre de la seguridad, está diciéndose a sí
mismo algo muy similar a esto: prefiero tirar mi desodorante ante el arco de seguridad
del aeropuerto a viajar temeroso de que mi avión explote.

Pero, pensemos, ¿qué nos separa realmente, extendiendo el ejemplo, de no viajar
temerosos? ¿Qué es aquello que nos permite superar el efecto del miedo? Creo que es
nuestra convicción de que no hay motivo para ello, para sucumbir al efecto del miedo
porque consideramos que no hay motivo para temer aquello que se teme, lo que implica
nuestra confianza en tales afirmaciones. ¿Tenemos hechos suficientes que respalden y
apoyen esa confianza? Sí, continuando con el ejemplo, la seguridad en el acceso al avión,
¿son suficientes? Sí, claro, no he de tener miedo. No nos detengamos aquí, vayamos a la
vuelta. ¿Tenemos hechos que respalden el temor en el viaje? Sí, está entre lo posible que
estalle o que se precipite un avión, es posible que haya quien tenga intención en estallarlo
o precipitarlo, etc. ¿Son suficientes? Sí, incluso sin ninguno de estos hechos el temor
podría tener lugar y desarrollarse. Entonces, a la vista de estos nuevos resultados
supuestos, podemos concluir que los hechos y el temor no tienen una relación directa,
sino más bien indirecta. Los hechos no producen el temor ni lo resuelven, sino que es
necesario que medie entre ellos la conciencia del sujeto, que este se compadezca de ellos,
que le afecten emocionalmente, que se permita él o su contexto temer o no temer de esto
o aquello. Y ¿no es posible que alguien o unos pocos o unos muchos o incluso todos se
emocionen con algo que no sea real, es decir, que no tenga ninguna posibilidad de
afectarlos, incluso que no tenga posibilidad de nada fuera de ellos? este es el punto, yo
creo que sí. Miren, por ejemplo, al teatro y siéntense conmigo entre el público. Somos
ahora sujetos pacientes, siendo los actores los agentes y siendo su acción la obra. No nos
emocionamos con los actores –hablando desde mi desconocimiento de los diferentes
caminos de evolución del arte teatral-, nos emociona aquello que ellos evocan por medio
de su arte, de su actuar, y esto evocado no nos afecta, estamos protegidos –casi siempre-
por la cuarta pared, sin embargo, elegimos –quienes pueden elegir y no se sienten
irrevocablemente arrastrados- emocionarnos. No puede afectarnos lo evocado, pero aun
así nos afecta y sabiendo que esto es así, no podemos afirmar que quien busca emocionar,
aún fuera de la interacción directa, no espere desde esa emoción buscada una respuesta;
no podemos afirmar que quien busque emocionar no sea consciente de que con ello,
demanda una respuesta.

Con ello, el emocionar por emocionar, el acto de emocionar que tiene la emoción
en sí misma como fin, a juicio de estos ojos que les presento no sirve como justificación
de los actos que se puedan realizar a caballo de tal emoción. Si ante Las penas del joven
Werther yo decido suicidarme es culpa mía, en ningún caso de Goethe;
independientemente de lo que este buscara con su obra. Es necesario que quien emociona
señale un acto o un camino fuera de aquello que emociona como el fin que ha de seguir a
la emoción misma, lo que constituye la intención del provocar tal emoción. Si el atentado
pasado en Paris no tuviera un autor emocionaría igualmente, pero no apuntaría hacia
ningún fin externo a sí mismo, por sí solo. Sin embargo, este autor existe y espera una
serie de resultados de las emociones provocadas, que indica y apoya a partir de esa
emoción. La cosa sería, matamos para producir terror y producimos terror para que cedáis
ante nuestra dominación. Europa ya tiene una cultura del terrorismo, es decir, el
terrorismo ya está inserto en su cultura, no hubiera sido necesario que reclamaran nada
los terroristas, nuestra propia cultura ya tiene herramientas para interpretar
adecuadamente un atentado terrorista. En esta cadena es donde encuentro yo nuestra
oportunidad: la emoción es nuestra y, por tanto, podemos decidir o elegir sus
consecuencias. Para que nos entendamos, apelando al pensar común castellano, el miedo
es libre, cada uno puedo cogerse todo el miedo que quiera, entonces, aunque este sea
libre, el dejarme llevar por él es cosa mía.

Por ello les alerto de este hecho, para que no acepten su miedo de forma acrítica.
El problema es real, sus efectos también, pero todo aquello que trate de apoyarse en él no
lo es. Que lo sea sí depende de nosotros. El conflicto que nuestros estados y los otros
alimentan es un gran mal, pero en igual cantidad de mal pueden encontrarse sus
consecuencias. Uno de los caminos de expansión de este conflicto es las diferentes
mutaciones del miedo que sentimos, el abandono de una vida plena y activa en pro de una
vida temerosa y guiada por el evitar algún desastre supuesto, la islamofobia –no sólo el
rechazo de aquel que nuestro juicio encaje en alguien islamista, miren sino al candidato
republicano a la presidencia de Estados Unidos, el señor Trump-, la histeria que lleve a
tomar medidas equivocadas en la aceptación el desarrollo de los diversos conflictos, etc.
¿Sirva esto para protegerles de quienes usan el miedo como arma? No lo creo, pero
tratemos los temas más urgentes. No nos dejemos llevar por la distorsión de la máscara
que le imponemos al enemigo. No veamos asesinos en un credo, en un color de piel, en
una nacionalidad. No nos aferremos a viejos miedos que buscan aflorar en nuevas caras;
no dejemos lugar para el fanatismo nacional, no dejemos lugar a las fobias racionales o
sociales, no perdamos la cordura por oradores que usan esta emoción en su beneficio. Si
buscamos proceder frente a la causa del terror, la guerra –y por extensión el tener qué
perder: la vida, el estado social moderno, etc.-, procedamos contra ella, contra su realidad,
no luchemos contra sus fantasmas. No entreguemos en nombre del miedo nuestra cordura
y voluntad a aquellos que nos piden a cambio de la falta del miedo precisamente esto,
nuestro acto, nuestro verbo, nuestra vida. No dejemos que el miedo nos gobierne, sea del
bando que sea quien lo esgrima.

Carlos Esteban González

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