Mi esalera

-Como abandonar una escalera-  

Se fue. Abandona así aquella casa de paredes de ladrillo y techo a muchas aguas. “Ya no quiero estar aquí” se repetía continuamente en la habitación blanca de muebles de madera marrón y amarilla. “Aquella mañana”, contaba su madre los años siguientes a quien preguntara, “no pasó nada anormal, se levantó tarde y no hablamos con él hasta la hora de comer”. Las mañana en aquella casa se sucedían en diferente suerte entre los días que ella trabajaba y los que no. La casa solía estar ocupada aunque quienes la vivían pocas veces se cruzaban en ella. Todo tenía asignado su espacio, incluso los días festivos que ocurrían casi todo ellos en la cama.

 Echó a andar cargado por el peso de los trastos. Comenzaba su viaje en tren, no le importó que este fuera largo. Ese día vestía pantalón de tela gris apretado con cinturón de piel marrón oscura. La camiseta era verde con rayas muy finas y negras, encima llevaba una sudadera vieja pero caliente y una chaqueta negra. Pensaba en su pasado ahora que viajaba al futuro. Pensó en los días de lluvia que su balcón mojaban, mojando luego las suelas de sus zapatillas y el suelo de la habitación estas. Pensó en las noches largas y en los tediosos días. Pensó en la soledad que encontraba y en como esperaba vivirla con clama y felicidad algún día.  

 Pensó pero ahora actuaba. Recordó la libertad que allí sus manos ansiaban, que sus sueños casi asían. Llevaba ya preparado, volaba fuera por cortos espacios de tiempo, los muchos semanas perdidas, hacía años que no meses enteros. Volaba y corría. Al principio llegaba como desesperado, todo tenía que nacer delante de él y morir de nuevo muy rápido. Ahora ya llegaba desanimado, esperando encontrar en todos los lugares el mismo aunque al pasar de los días se encontraba a sí mismo de nuevo hinchado y esperanzado. Nunca conseguía evitar caerse. De la caída volvía al mundo que le vio valerse. Del tiempo se valía para hacerse más grande, de la gente para hacerse más fuerte. Por un segundo imaginó ser su familia y encontrar el hueco vacío, pensar que estaba fuera y esconder el corazón en la espera, por si vuelve y no se ha huido.

 Su padre de él ya casi no hablaba, recordaba a un hijo fingido. Un hijo hecho de ilusiones y esperanzas, de juicios y conclusiones profanas. Un hijo que con él no había vivido. Sólo a quien preguntaba le decía que se había ido dejando atrás sus cosas, que pensaba que se habría dicho a sí mismo que esas cosas a otros le ataban y que no eran realmente suyas. En la cocina esa tarde se reunían todos. Unos pocos hablaban de su día, alguien abandonó la sala. Su hermana miró la silla que quedaba, pensaba, “esto no es propio de él, si quisiera irse y que no lo siguieran ninguno de nosotros lo hubiéramos sabido tan pronto ¿quién persigue a quien no se ha ido?”. La tarde en la que se fue era diferente a todas las demás. El olivo giraba en torno a su tronco a causa del viento, el manzano y el laurel se acercaban a las paredes de cemento en busca de aliento.


 Cuando se despertó aquel día ya había decidido que no lo iba a pasar en la casa. Muy despierto aun, aunque de soñar casi acababa, llegó con su mano al pomo de la puerta y al segundo siguiente la cruzaba y la cerraba. Vestido sin la chaqueta pero sí con la sudadera también negra bajaba la escalera. Agudizó el oído para oír quién estaba cerca. Hoy era mañana de trabajo, en el salón sonaba la abuela. Tres mujeres ocupaban la casa, a las tres las saludaba siempre al verlas. Entonaba sus nombres como si en el aire las dibujara. Sentía al acabar de decirlos como si ellas se desvanecieran. “Hola abuela”; “Hola hijo, estaba aquí viendo el parte”. La puerta del salón ya se cierra.

 Continuó por el pasillo hasta la cocina y sonrió al perro de al otro lado de la puerta. Abrió la nevera esperando encontrar algo que su vientre buscara y la cerró demorando la espera. Se giró y miró al reloj que el tiempo guiaba y lo ignoró como si él no pasara. Se oyó un hasta luego que quedó vibrando en la entrada, que se apagó con el ruido corto que hace la puerta. Recorrió despacio aquella calle que en ningún sitio acaba, cerró los ojos al sol que ahora le ciega. Una gota de rocío que se formó en la barriga de la biga que cubre su balcón llegó al suelo. Dentro de su habitación, en su funda apoyada en la esquina, de la guitarra sola se rompía una cuerda.
 
 Él volvió para comer. Llegó a la casa tarde. En la cocina estaban las mujeres, que se encontraban a la hora de la comida. La más joven acababa de llegar desde la escalera. La mayor y su hija cocinaban la comida. El padre ocupaba el salón, aunque eso sólo lo suponía. Cerro la puerta con un “Hola”, dejó las llaves colgando en la esquina. Nadie siguió a ese hola y de nuevo cruzó el pasillo hasta la cocina. Un nuevo “hola” quedó vibrando en medio de una conversación concurrida. Un “a poner la mesa” llegó para él dirigido. Colocó sus manos debajo del frutero de cristal y volvió a ocupar el pasillo. Con una mano abrió la puerta, con la otra entraba primero la fruta en el salón. Su padre allí no estaba. El silencio recogía la sala. Posó el frutero despacio y se fue camino a su habitación.  

 Rodeó la chaqueta sus hombros, recogió del suelo la mochila. Anduvo con pies firmes y continuos. Cruzó de nuevo a la calle. El viento apretó el nudo de la chaqueta. La capucha contuvo los mechones que su cara golpean. Continuó hacia abajo, a donde la gente no llega. Giró al llegar a la derecha, descendiendo una suave cuesta. Subió de nuevo a la derecha, esperando encontrar la ancha calle desierta. La hora de la mesa le amparaba, tenía el reloj la cuenta resuelta. Vibró en su habitación el teléfono. Esperó en vano su plato en la mesa. Camina ahora resuelto por la carretera. De esperar y andar casi ya llega.  

-Como bajar una escalera-  

 Aún en la habitación podemos hacer ruido. Aunque sea ruido igualmente, está situado, por lo que no causará alarma. Abrir la puerta debe ser un gesto calculado. Es aconsejable esconder el pestillo dentro del hueco que la cerradura le deja. Todos los pomos hacen ruido, tanto si se aprietan como si se sueltan. Las primeras veces es aconsejable hacer estas tareas muy despacio y con especial atención, para así presentarnos a este gran abanico de sonidos que es la orquesta de ruidos de una puerta. Si las bisagras también se lamentan quizá haya que plantearse la retirada. Si esa retirada no tiene lugar debemos encontrar la velocidad adecuada en cada etapa del ángulo y considerar cuál es el que necesitamos para cruzarla. Que salga luz por el marco al pasillo oscuro no es algo que deba preocuparnos. La luz no hace ruido. Pero si el mismo ruido alerta la luz puede delatarnos por lo que debemos aprender a descender la escalera tal y como nos la encontramos.

 Con la oscuridad como aliada uno puede no saber si tiene los ojos cerrados u abiertos. Nuestra vista ha de ser el tacto, la memoria y después el oído. El oído ha de permanecer siempre alerta. He de decir que los ruidos que uno mismo produce pueden parecer todos excesivos. Esto en gran medida se debe a que uno está muy cerca de sí. Es aconsejable cerciorarse de cuánto realmente se escuchan tales ruidos desde la posición y estado de aquellos a quienes se les ocultan. Saber cuál es el margen real del que uno dispone le permite ocupar todo el rango de posibilidades que se le brindan. Si el suelo suena suele deberse a razones propiamente físicas. Suele sonar más lejos de las paredes y más cerca de aquellos lugares en los que se fragmenta. Es preciso pisar con toda la planta. Que el peso se reparta por la mayor superficie posible nos evitará los crujidos innecesarios.

 Es imposible evitar los chasquidos de nuestras articulaciones; aun calentando anteriormente. Sí podemos evitar el rozar de la ropa seleccionando ésta antes o separando las piernas. El paso debe darse sin deslizar la suela, apoyando primero el talón quieto rodando la suela hasta apoyar por completo la planta. Han de darse pasos cortos sin subir y bajar el cuerpo, buscando continuar en altura la línea que la cadera deja. Si los movimientos de las articulaciones no son holgados y rápidos podremos evitar el número de chasquidos de las mismas. Cuando lleguemos a la escalera hemos de buscar con la parte posterior del talón que tenemos más adelantado la arista final del plano superior, en su pared horizontal, del primer escalón. Una vez palpada esta con el talón, suavemente, habremos de descender el pie cuidando el tipo de paso hasta la superficie del escalón inmediatamente inferior. Sobre todo las primeras veces, hemos de bajar el pie que atrás queda a la misma superficie que ocupa el pie que ya baja. Si seguimos este método no habremos de tener problemas en descender sea como sea la escalera.

 Al preocuparnos del movimiento de los pies y las piernas es habitual olvidarse del control de la cadera. Las salidas de la misma de la línea del centro de gravedad son previsibles y hemos de contar con que estos fallos de equilibrio pueden llevarnos a acciones desesperadas, por la urgencia que aparece con el riesgo de caída, normalmente causantes de gran estruendo. Para evitarlo hemos de buscar con la palma de la mano una superficie con la que mantener un contacto continuado que nos permita descansar parte del peso en los brazos. Hemos de recordar que no podemos rozar ninguna superficie, por el ruido que el roce ocasiona. Salvando esto, además hemos de buscar una superficie que no manifieste queja ninguna ante tal repartición de peso. En este caso nuestro aliado es la
 pared, si la hubiera. En caso de que la mejor opción sea el pasamano es aconsejable proceder como con la puerta y el pomo y conocer los ruidos que en él encierra.  

 Tanto la pared como el pasamano nos irán informando del recorrido que alberga la escalera. Hemos de tener en cuenta que en las curvas, por cuestión de espacio, el escalón cambia y se deforma. Es común encontrar uno más pequeño, o que se estrecha según al centro de la curva se acerca. De igual modo podemos toparnos con uno doble, seguido a estos que en triángulos se tornan. No hemos de dejarnos sorprender por estos cambios, podemos caernos o sentir el vacío que un falso escalón deja. Sólo al subir es precioso asustarse con un último escalón que no existe, por la emoción característica y el vuelco al estómago que esta experiencia deja. Guiados por nuestro talón, si no se conoce de antemano la escalera, podemos dibujar en nuestra mente la imagen del escalón, aunque este cambie y se revele. Si hemos bajado un buen trecho podemos incluso resbalar la menor cantidad de planta posible por el escalón, avanzando hacia el que creemos que es su final con intención de encontrarlo. Aunque lo he dicho anteriormente, estas operaciones es aconsejable realizarlas con delicadeza y sin prisa ninguna.

 Una vez de nuevo encaminados en la línea recta debemos enfrentarnos a un nuevo enemigo. Cierto es que cada vez estamos más cerca del final y más lejos de aquellos a los que el ruido puede desvelar, pero no podemos dejarnos llevar por la emoción, hemos de continuar el sigilo. El último de los pasos debe ser el más suave, por el cambio de suelo presumible. Para ello habremos de depositar en los brazos y en la pared o en el pasamano la mayor cantidad de peso posible; si nos encontramos afianzados al último ha de considerarse que un mayor peso nos puede llevar a un nuevo ruido. Con el cuerpo flexionado hemos de ir estirando las extremidades que soportan el peso llevando todo este de la manera más gradual posible a la planta del pie que está fuera. El último pie debe posarse sin soltar las manos, quienes serán la últimas en abandonar la escalera.

 Si la escalera no fuera de azulejo o de algún tipo de piedra y fuera toda ella de madera debemos posar los pies allá donde mayor equilibrio de fuerzas haya, allá donde el escalón desde el centro del corazón de la escalera empieza. Si carecemos aún de destreza y nuestro equilibrio representa un serio problema, podemos hacerlo cerca de la pared y buscar asilo y consuelo en ésta.
 
Felicidades, es usted conocedor del método para bajar una escalera.

Carlos Esteban González

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