En la prisión hermética.

Diario de un misántropo.

 Mi nombre es Hermes y soy un hombre libre, jamás he visto otra luz que la que se proyecta desde el pequeño agujero del techo, jamás he salido de este lugar. ¿Creen que estoy loco? En esta habitación tengo todo lo que necesito, mi biblioteca ocupa el tiempo que otros malgastan en alienarse con vicios y teatros, me alimento de todo cuanto vive en el centro de mi casa; ratas y gusanos se deslizan por mis tripas y un hermoso cerezo embriaga mi alma de dulces pasiones.

Me dedico  a soñar, a dormir profundamente y a escribir mis pesadillas; no sufro por amor, solo tengo miedo al insmonio y a las estrellas que inflaman mis ojos en los libros y en las noches en vela. ¿Deseos? Tan solo ansío disfrutar de lo que tengo, la soledad eleva mi pensamiento y mi intimidad se sacia con las voces del pasado; apenas hablo, mi padre es la única persona que conozco. En ocasiones, me observa desde el techo y yo le dirijo felizmente mis cuestiones literarias. Él no suele responderme, aunque siempre me anima a seguir preguntando; según dice, si mis dudas dejan algún día de iluminarle, cerrará el orificio para que yo pueda vivir descansado. Creo que si pudiera salir de este profundo espacio, los demás me harían tan jovial como desdichado; sé de los hombres por mis libros: son bestias sedientas de carne, bellos e ignorantes guerreros que exaltan y ocultan su suerte. No tengo nada contra ellos, pero sus inquietudes me ultrajan y su incesante parloteo a veces me resulta confuso y molesto. Nada me divierte más que el silencio, el ligero rumor de los ecos del ambiente es la brisa indescifrable que suaviza mis sentidos. ¡Música! La música es como el silencio, solo que es más joven y despierta, y llega siempre desde arriba, aunque, al contrario que el silencio, se alcanza desde abajo.

 Recuerdo el día que conocí la música, aquella mañana un pájaro entró en mi agujero y, mientras picoteaba las cerezas, silbaba dulcemente una asombrosa melodía. Yo no cabía dentro de mí, aquel trino majestuoso me afectaba sobremanera, creí que la emoción se apoderaba de mi estado y el pájaro lo advirtió. Dejó de cantar, y agitando la cabeza con curiosidad se acercó a mí y me habló del amor.
– La música es también como el amor, al compartir su sonido los corazones se llenan de esperanza y se deleitan hallando sus latidos reflejados en la melodía – sentenció el animal. Después alzó la cabeza y mirando hacia arriba me dijo:
– Ningún hombre ha llegado a comprenderlo del todo, y para experimentarlo hay que aceptar las vitudes y los defectos de cada uno, descubrir el rostro verdadero y ahondar en el Sentido Común, como ahonda tu cerezo en la tierra en su búsqueda luminosa.
– Los hombres son demasiado disntintos para tener un Sentido Común – le rebatí. Y él me contestó señalándome con su hermoso pico:
– El amor no entiende de diferencias y son las propias distinciones las que evitan que tu amor se sostenga.      


Cabreado con aquel dichoso pájaro que creía conocerme mejor que yo mismo, cogí el libro que más me interesaba entonces y comencé a leer una serie de páginas sobre la influencia de la música en cada clase de autor, y cómo ésta les había llevado, de un modo u otro, a la locura. Al mismo tiempo, el alegre pájaro se comió la última cereza de mi árbol y se marchó volando con su canción. En aquel momento pensé que yo no estaba hecho para el amor.      

...  

Con lentitud y sigilo me descubro
sujeto al frágil rumor del movimiento
 y con curiosidad y afán reconstruyo
 fútiles futuros del pasado inmerso.
  
Y es quizás por esto por lo que me figuro
 más lejos cada vez de mi hondo recuerdo;
 y es que cuando recuerdo siempre procuro
 olvidarme de aquello que llevo dentro,  

pues, al recordar, el llanto me acompaña
 sin saber si cae de risa o sufrimiento
 en las yermas cavidades del mañana. 

Y así me discuto en busca de palabras
 con las que paliar el tiempo que no asumo,
 mientras me pregunto sin entrañar nada.   

Ernesto Rodríguez Vicente


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