DE LA VULGARIDAD PRIMITIVA DEL HOMBRE MEDIO ESPAÑOL (II)

 Si algo bueno tuviera que rescatar de los nacionalismos sería la manera en que consigue el sentimiento nacionalista penetrar en la psique de cada individuo para hacerles a todos y cada uno de ellos partícipes del proceso histórico de la soberanía nacional: el hombre nacionalista se quiere y se sabe -ya lo he mencionado en otro momento- dentro de la Historia de la humanidad, colaborando activamente en su construcción a través de la acción conjunta de todo un pueblo. Precisamente lo que decíamos más arriba que le falta al hombre masa: la conciencia de sí como animal histórico que forma parte de un pueblo.

Decía el sociólogo Georg Simmel a este respecto que uno de los efectos positivos que tiene la guerra -si acaso el único, y depende de la perspectiva desde la que se observe y juzgue tal fenómeno- es la formación, en el seno de una nación, de un todo unido bajo un mismo sentimiento: el sentimiento de identidad, de pertenencia a una comunidad con unos valores, unas costumbres y un pasado comunes.
Aquí, como veremos, nación y patria se unen como contenido de representación de una intersubjetividad. Durante la guerra se produce una colectivización del espíritu subjetivo, se configura una dialéctica sujeto-nación en la que, de un modo casi religioso, el espíritu subjetivo se alinea -alinear como encardinar, no como enajenación; o quizás también- con la causa nacional que es característica del espíritu objetivo y que le une al resto de sujetos de la nación. Se origina una recuperación del sentimiento colecto de nación, una socialización primitiva que parecía extinta con las formas sociales modernas. La socialización por la defensa o la socialización identitaria primitiva, distinta de la forma moderna de socialización como individualización.

En verdad he de admitir que sanamente envidio a la sociedad catalana. La envidio por esa forma tan suya de unirse en las calles y en las plazas y, así, unidos como pueblo, querer seguir escribiendo la Historia sin permitir que sean otros los que, a sus espaldas, siempre a sus espaldas y al servicio de intereses particulares, la escriban con soporíferas letras que sangran.

Envidio el carácter histórico -político- del espíritu del pueblo catalán. Envidio sobre todas las cosas su deseo de país, su anhelo de nación que es lo mismo que anhelo de progreso y de futuro.

Mucho tendría España que aprender -y aprehender- de la ciudadanía catalana -no tanto de sus gobiernos y representantes- si de verdad anhela alcanzar algún día una cohesión popular que permita hablar con propiedad de patria española o de nación española. La patria o la nación no son más que la forma última del pueblo que se sabe trascendido en un sentimiento de unidad; la nación es el pueblo que se sabe unido y, desde esa unidad, trabaja para seguir progresando. Hasta que no se dé esa unidad efectiva del pueblo -ésta se pone de manifiesto en momentos de acción conjunta, como por ejemplo cuando el pueblo y el Estado trabajan juntos para la creación o reforma de sus instituciones públicas.
 

De aquí extraemos una de las características principales del fenómeno del nacionalismo: Estado y sociedad civil son representados y se sienten representados bajo una misma identidad; conviven y trabajan para el bien y el futuro común-, de nada valdrá hablar de nación o de patria española, porque serán palabras vacías que no están haciendo referencia a ninguna realidad social efectiva. Sólo es retórica, peligrosa e ideológica retórica. Utopía demagógica de los que tienen intereses políticos, económicos y estratégicos en que esa unidad sea real.

Me temo que, dejándome arrastrar por la emoción de la identidad nacional -una identidad que, dicho sea de paso, no le es igualmente atribuible al colectivo que al individuo. Frecuentemente simplificamos al extremo la visión que tenemos de un individuo diciendo que es tal o cual cosa; y ese ser, por lo general, no es el ser individuo sino el ser colectivo con el que se le asocia. Vemos al individuo como parte activa de un grupo y rápidamente le atribuimos su misma identidad sin atender a su peculiar personalidad única, a su fluida identidad dinámica. Producto de esta carencia epistemológica de organización en las estructuras de pensamiento son muchos de los problemas sociales de hoy día, como el falso problema de la diversidad: ¡la diversidad un problema!, ¡pero si es una grata bendición!-, he cometido un error al equiparar el concepto de patria al concepto de nación. Un grave error, me temo. Conviene que antes de continuar lo enmiende.

En España andamos sobradísimos de patria y peligrosamente escasos de nación. ¿Que cuál es la diferencia? Muy fácil, que no simple: el tiempo al que están haciendo referencia. El concepto de patria es un concepto de identidad que en el proceso de forja de esa identidad mira hacia atrás, hacia el pasado. Cosa que, por cierto, está de puta madre: mirar al pasado es mantener viva la memoria y aprender de ella. Un pueblo sin memoria es un pueblo muerto, anquilosado en un presente estático. Pero el caso es que los patriotas legitiman la unión en sociedad bajo la dirección del Estado español en el pasado común, en la lengua y en las líneas de sangre que caracterizan históricamente a todos y cada uno de los españoles. Y claro, todo intento de heterogeneidad de la sociedad es, a los ojos del patriota, un ataque hacia la España-madre-patria; no comprende el ciudadano ingenuo que la heterogeneidad social no rompe la homogeneidad del grupo, sino que la hace más fuerte. Lo que ocurre por tanto con los Estados patrióticos es que se acaban convirtiendo en Estados militarizados y alarmantemente disciplinarios, es decir, autocráticos. Un Estado autocrático no equivale, necesariamente, a un Estado fascista o dictatorial.

Por tanto el mal que padece el hombre patriótico es el de pensar la unidad indentitaria como homogeneidad, sin comprender que en la altura de los tiempos en que vivimos la unidad nacional, étnica y cultural de cada país y de cada continente es unidad-diversa, unidad heterogénea o unidad en la diferencia. No comprende, o no quiere comprenderlo.

El concepto de nación sin embargo funda y legitima la unión del colectivo en sociedad en un tiempo futuro: es el deseo de crear un futuro mejor entre todos, no las hazañas heroicas y casi siempre bélicas del pasado, lo que une a un pueblo bajo la idea de la nación y la identidad nacional. El nacionalista reconoce al otro como ciudadano, como igual aunque diferente y por eso como digno de los mismos derechos que él posee y del mismo respeto  que hacia él siente profesado, no porque compartan un pasado común, sino por su deseo de compartir un futuro que construir juntos. El hombre nacionalista, al contrario que el hombre patriótico, comprende la diversidad bajo la identidad y la desea, porque como decía Stuart Mill no hay nada mejor para la construcción de un futuro social que la diversidad de talentos y pensamientos que los individuos que la forman.

Es por eso que considero el concepto de nación como un concepto más democrático porque la democracia consiste en trabajar para la construcción de un futuro mejor-, político porque histórico, progresista y humano -porque mira hacia el futuro, el tiempo en el que vive auténticamente el hombre- que el de patria. Y es también por eso por lo que envidio los deseos nacionalistas de la sociedad catalana.

Pero, igual que el señor Mas insiste en que el problema soberanista catalán es el Estado español y no España -sociedad española-, digo yo que el problema de la soberanía catalana no es la sociedad catalana, sino el Estado catalán que él representa; la Generalitat catalana y el resto de instituciones puestas a su servicio, que han tomado el deseo nacionalista de los muchos ciudadanos catalanes cansados de vivir pasiva e inauténticamente para la satisfacción de sus intereses privados, casi siempre demasiado materiales, económicos.

Creo hacer solucionado mi error. Es hora de continuar. Pese a todo, y ante lo que pudiera ser evidente, no pretendo enjuiciar al hombre patriótico y ensalzar en un mismo tiempo al hombre nacionalista; ni el uno es tan malo ni el otro es siempre más bueno. Los hay grandísimos patriotas y los hay también nacionalistas que mejor sería tenerles bien lejos –como me temo sea el caso de Artur Mas, no sé si lo mismo podría decirse de sus aliados soberanistas-. El caso es que puede serse un gran patriota y un gran nacionalista siempre y cuando se conozca y se comprenda –muchas veces conocer una realidad no implica comprenderla- la complejidad de la realidad de la patria o de la nación, que es compleja porque no sólo es realidad social sino también cultural, histórica, económica, política, religiosa… es unidad diversa. Así, conocer y comprender la realidad de la patria o de la nación a la que uno se adhiere y a la que uno ama significa conocer y comprender su realidad como una realidad compleja en la que la diversidad no va enfrentada a la unidad más que en una dialógica en la que se retroalimentan; conocer y comprender la realidad como una realidad multidimensional y multicultural en la que lo diferente forma parte de lo propio de modo que no sea visto como agente destructor de la unidad –una unidad heterogénea; y conocer y comprender la dinámica de cambio y transformación a la que esta realidad está sometida.

Siguiendo con la caracterización del hombre medio u hombre masa orteguiano, es masa quien no es hombre grande. La sociedad está formada por una mayoría, muchedumbre o masa no cualificada y democráticamente superior -si tomamos el principio de la mayoría en toda su ingenuidad, es decir, vacío de valores y fundamentos racionales, esto es democráticos-, y unas minorías cualificadas pero que se encuentran sometidas a los intereses, necesidades e ideas de aquélla hasta el punto de ver peligrar su existencia como parte activa de la sociedad. El intelectual -integrante de estas minorías selectas cuya importancia histórica se ha visto desde el siglo XIX fuertemente afectada por el triunfo de las masas- se aleja de una muchedumbre cuyos apetitos, intereses y pensamientos no representan sus apetitos, intereses y pensamientos, quedando comprendido dentro de una minoría en grave peligro de extinción. Originariamente eran estas minorías ilustradas y preocupadas por el problema social el motor vivo de las naciones europeas. Con el desarrollo de la democracia liberal y de la técnica, señala Ortega, se experimenta en toda Europa el auge de las masas mediocres que se acaban convirtiendo en el auténtico Gobierno nacional, tomando decisiones e imponiendo -mediocrizándolas- aspiraciones y metas en la vida de cada ciudadano. La masa, sin negarse nunca como masa, ha usurpado los lugares antes frecuentados por las minorías como los cafés o las tertulias, se ha adueñado de sus utensilios e instrumentos -el caso del smartphone me parece el más claro de todos ellos, antes de la exclusiva propiedad de los altos empresarios- y, lo que es peor que todo eso, ha pasado a desempeñar funciones y actividades que deberían quedar estrictamente reservadas para las mentes mejor dotadas, como el arte o la política.

Siguiendo la lógica de este fenómeno parece adecuado pensar que, de continuar el proceso de desarrollo de las masas europeas hasta confirmar su total cristalización sobre todo el ancho y el largo de la sociedad civil, se producirá como efecto rebote y como consecuencia inevitable de este auge de la mediocridad la extinción absoluta de la raza de los intelectuales, de los grandes hombres, hombres del intelecto o como se les quiera llamar. Y con ellos desaparecería también una rica diversidad psicológica -de personalidades, de identidades o de particularidades- que hace de las sociedades actuales una fuente de esperanzas para un progreso verdaderamente humano.

El resultado de la sustitución del hombre grande o intelectual por el hombre medio como director y administrador de la altura de los tiempos, como cabeza visible de un país o como figura espiritual y moral de toda Europa puede resumirse en dos hechos altamente preocupantes para el futuro del continente, si no del mundo entero: de un lado, el hostigamiento al que los grandes hombres se ven sometidos ante el resentimiento que su superioridad intelectual, moral, técnica y espiritual despierta en la conciencia del hombre masa. Recién llega el hombre masa al poder nacional o internacional invierte, como diría Nietzsche, la escala de valores aristocráticos establecida y hace de aquéllos que premiaban la valentía, la vigorosidad y la voluntad de poder de los grandes hombres pecados mortales que extirpar de las mentes de la población a base de moralina.

La masa, señala Ortega, arrolla todo lo diferente, egregio, individual, cualificado y selecto. Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo corre riesgo de ser eliminado. [...] Ahora todo el mundo es sólo la masa. La muchedumbre mediocre y agotada de sí misma toma el martillo de la vulgaridad para aplastar las alas de todo aquel que pretenda aspiraciones sobresalientes, de todo aquel que desee metas imposibles de afrontar para el que sólo se preocupa de su propio bienestar y su propia comodidad, de todo aquel que exhiba una forma de pensar y de actuar distinta a la que la propia muchedumbre trata de imponer. Como el perro del hortelano, el hombre masa ni crece ni deja crecer: ni crea ni deja crear.
 
Se produce entonces una hiperdemocracia o gobierno tiránico de la masa que amenaza con convertirse en el hecho histórico que marque el inicio de la decadencia occidental, lo que sería también el inicio de la decadencia mundial. Lejos de ser una decadencia económica, como se solía pensar hace algunos años, sería la europea una decadencia cultural, provocada por la desaparición de los grandes hombres capaces de iluminar con su luz -el intelectual es el filósofo que sale de la caverna platónica dispuesto a vivir en la intemperie pero no se queda ahí afuera para gozar de las gracias del pensamiento, sino que regresa de nuevo a la oscuridad de la cueva primitiva armado de una pequeña antorcha con la que orientar a los suyos en el camino hacia la Luz de la sabiduría. Dos fases de la liberación humana: la teórica y la práctica- a toda la humanidad, garantizando su progreso.

Y visto desde otro prisma este hostigamiento se traduce en la indocilidad de las masas ante las minorías y ante fuerzas e instancias superiores como el Gobierno o la Justicia, que ahora manejan a placer. Esa es la verdadera rebelión de las masas. El ideal democrático que nace en la sociedad del siglo de la Ilustración pretendía que el hombre medio fuese señor, que se supiese soberano muy a pesar de su manifiesta incapacidad para la política o para la jurisprudencia. Pero dotando al hombre de a pie del gobierno de sí y dándole la capacidad y posibilidad de decidir sobre la cosa pública se ha convertido también al hombre grande en esclavo. La liberación de las masas es el sometimiento de las mentes brillantes; el guillotinazo del pensamiento.

Las masas se han rebelado, se han negado a seguir siendo dominadas -enfrentándose según Ortega a su destino como masa: la masa no cuenta con las habilidades que se requieren para poder ser dueña y señora de sí misma. No es capaz, como ya hemos visto, de pensar por sí misma, por lo que necesita de otros que ostenten el poder y el mando para que la digan qué es lo que tiene que pensar, cuál es la opinión imperante en ese momento histórico en esa nación. Cuando un hombre, un pueblo o un grupo manda sobre una sociedad, cuando tiene sobre sí el poder de una nación que es el poder de la opinión pública, impone su espíritu, su opinión y su sistema de ideas, que es la imagen que se tiene del mundo, el conjunto de conceptos en el que se trata de apresar el saber y el pensar acerca del mundo, a toda la sociedad- y se han proclamado, sirviéndose de la democracia que comenzaba a nacer, único poder legítimo. Pero sucede que durante un proceso de revolución o de rebelión política, es decir, durante un proceso de desplazamiento del poder, el espíritu, el sistema de ideas que era la imagen del mundo pensada por aquellos que entonces gobernaban y que se tomaba como opinión válida y generalizada, también se ve desplazada por el espíritu de los rebelados.

A la vista de lo expuesto en el párrafo anterior creo pertinente introducir aquí una comparación bastante fiel entre el concepto de masa orteguiano y el concepto nietzscheano de rebaño. Y es que según Nietzsche es rebaño el que decide no decidir, el que atemorizado ante el oscuro abismo que abre el nihilismo -como pérdida del sentido de la vida-, lejos de coger a la vida por los cuernos -¡qué frase tan trágica porque española, o tan española porque trágica!- y construir su propio sentido, decide que sean otros los que decidan por él: los predicadores de la muerte, los moralistas de la moralina, los sacerdotes y los ministros del Cristo. La masa es rebaño en la medida en que necesita ser  mandado y organizado por otros y pese a ello aspira a ser gobernador de si mismo. Por eso se frustra.

Se sigue de aquí el mayor problema al que se enfrenta Europa con el triunfo de la rebelión de las masas: Los pueblos-masa [de la misma forma que un solo hombre puede ser masa, también un pueblo que se comporte de manera tan vulgar, hipócrita y primitiva merece el calificativo de pueblo-masa] han resuelto dar por caducado aquel sistema de normas que es la civilización europea, pero como son incapaces de crear otro, no saben qué hacer, y para llenar el tiempo se entregan a la cabriola. La Europa ilustrada de las minorías intelectuales ha caído ante la poderosa fuerza de las masas sociales. Parecía que el triunfo del pueblo sería el triunfo de los ciudadanos. Resulto sin embargo que sólo era el triunfo de la masa estúpida que impone vulgaridad a todo lo espiritualmente superior, ya sea colectivo, hombre o institución.

Y para colmo: la Europa ilustrada fue durante varios siglos la nurse del mundo entero, el modelo de civilización que toda nación emergente trataba de imitar implantando en su seno los principios, ideas y valores que Europa dictaba como verdaderos y buenos. Entonces, con el proceso de rebelión del hombre medio, la nurse Europa comienza a perder el mando y hegemonía mundial del que antes presumir podía. O lo que es peor, comienza a dudar de sí misma como poder espiritual y moral imperante en el mundo. De este modo, ante la ausencia de modelo de organización -espiritual y material- y autoridad suprema, dado que la masa no sabe otra cosa que obedecer, se muestra ésta como perdida y aturdida, no pudiendo hacer otra cosa que la cabriola, como la clase de párvulos que estalla en burdas gesticulaciones y estruendosa algarabía justo en el momento en el que se ausenta el profesor. Rota la norma dictada por Europa, sólo queda el caos. Y el caos del mundo moderno, abarrotado de pueblos-masa que se han quedado sin referencia, culmina con la proclamación y exacerbada manifestación de los nacionalismos de los países sometidos; la consecuencia lógica -histórica- de tanto nacionalismo ingenuo -no es patriotismo porque surge de la necesidad de avanzar sin voz de mando supranacional pero tampoco es nacionalismo porque no reconoce la singularidad individual- que nace como protesta -entendida aquí la protesta como protesta carente de reflexión crítica previa, sólo fruto del odio y del resentimiento- y nunca sobre fundamentos sólidos, son los fascismos, el cruel destino de Europa.

Eduardo Gutiérrez Gutiérrez

No hay comentarios:

Publicar un comentario