Hay miles de veces, miles
de días, que nos inunda
la rabia, que uno busca
hacer mucho daño a algo,
destruirlo y, con la calma
que dona el rugido, recoger
sus pedazos, borrar su existencia.
Asesinar, adquiriendo todo
el carácter cortante de la palabra,
todo el mal del acto, toda la
suciedad de la sangre,
toda la violencia del ruido,
del golpe final del acabar una vida.
El calor que se agranda a cada
nuevo daño, la continuidad exigida
por el ritmo, el suspiro voluntario
que llama a la pausa, la negación
púrpura, el segundo de cordura
y la vuelta al colmillo y suelo.
Volcar la mesa, destronar el sofá,
inundar la sala con el odio ya
guardado, detenerse en desplegarlo,
conservando con lúcida destreza
cada una de las esquinas,
alcanzando a vivir
el infierno de la ira.
Y mirar, mirar boqueando desde
la entrada, el cuerpo desangrado
y colgando de la baranda, los
miembros en acción extraña,
de naturaleza negada, el rojo
viviente del haberse herido
en la hazaña y ahora, por fin,
no sentir nada.
-Duermo y no lo estoy-
Respiro y no, tengo mucho frío.
Retiro mis hombros hacia atrás,
chasca la espalda con aletargado brío,
quizá no sean doradas, pero brillan,
quizá no sean de vuelo y ya caigan.
Convulso pararse debajo de una manta,
huyendo el azul tardío que baña,
con el rojo, mi cuerpo verde esmeralda,
mi camino sin veras, mi vida insana.
Ahora que duerme el río
y la cumbre continúa intacta,
de virgen se visten los azulejos,
de anciano la calle y su estrellada.
Mi ánimo adorna el abuelo,
mi cabeza fea y embotada,
dejad que muera en la puerta,
no quede la casa violada.
Sueño que duermo dormido,
que sudo en camisa ajena,
que soy una catapulta del giro,
que soy el adalid de la regla,
que la guerra es de masas quimera,
que moriré de fiebre extranjera,
que tú sin yo si quiera, sin tú si quiera,
salimos a buscar lo que de mí queda.
Abro los ojos de nuevo,
ya respira por entera,
acompasado vaivén de costillas
que la enfermedad relegan.
Carlos Esteban González
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