Desde el momento en el que me lees comienza nuestra relación. Me gusta describir el propio acto de la escritura como un derrame. Como un sangrar del bolígrafo arrastrando su insensible cabeza, indolente por todo el folio, propagando su tinta por él, cediendo su vida a la causa. El más noble soldado. Pero, no por valor o méritos propios, sino por cumplir su papel: no impedir que lo utilicen como el actor quiere utilizarlo, no impedir nada, ser la sumisión que nos deja llegar a olvidar que aquello que apretamos entre los dedos es aquello que permite que escribamos.
Pero al margen de lo que ocurre cuando yo escribo, centrémonos en lo que ocurre cuando tú lees. Llega, lo que sea que llegue, a ti. Tú decides leerlo. Olvidemos también los motivos que te lleven a ello, no son importantes ahora. Al leerme, al margen también de lo que ocurre para que a través de estos caracteres “aparentemente lingüísticos” tú y yo podamos hablar, tú comprendes los mensajes que yo he podido imprimir en el texto. ¿Cuáles mensajes? Digamos que más de los que yo pretendí escribir y menos de los que yo buscaba comunicar, eso en el mejor de los casos. Pero, independientemente de que sea o no capaz de comunicar algo, siempre que cualquiera de nosotros está en la situación de comprender algo, tanto interno o externo, los prejuicios, conocimientos, estados de ánimo... que estén con él entraran en juego haciendo que cada momento sea único, entre otras cosas, porque la serie de condiciones en las que ocurre cada momento no se suelen repetir y por ello, y por más cosas de las que no quiero o no sé tratar, aún en lo que llamamos situaciones idénticas, repetitivas, vivimos momentos distintos, completamente. Vivimos en un continuo cambio, pero hemos desarrollado una maravillosa por su efectividad pero descorazonadora habilidad para engañarnos y cerrar nuestros sentidos al mundo, convenciéndonos, a veces, que al cerrar los ojos este desaparece. Por ello, entre otras cosas, nuestra relación, lector, es muy complicada, pero eso es indiferente, nunca fue fácil vivir.
La cosa que está a la cabeza de todas estas letras es ¿qué intención define cada texto?, ¿cómo escribo yo? Bien, para estas preguntas tengo dos respuestas, pero antes centremos, el bolígrafo y yo, un poco las cosas. Digamos que el autor no lo es sin el público. No quiero decir que el público sea lo que determine al autor sino que sin este no sería necesaria la categoría, si nadie considerara lo que sea como obra no habría lugar para su autor. El problema ahora es que el público puede estar constituido por el propio autor, no son papeles excluyentes uno del otro puesto que la obra al ser producida se convierte en externa a su autor, en parte del mundo, y este puede servir de público siempre que esté frente a ella. Con esta base nuestra relación se convierte en no necesaria, ya que si yo mismo me leo no es necesario que busque el público fuera.
Con ello, cuando yo escribo tengo que elegir entre al menos dos alternativas, la pureza o la no pureza. Mi obra trata de expresar una emoción, una idea, un impulso, una pasión... un mensaje. Siempre que una obra es producida pasa a ser parte de todo, del mundo. Esto quiere decir que cualquiera puede llegar a tener acceso a ella, cualquiera puede ser receptor del, o, de los mensajes. Por ello aunque yo decida producir una obra sólo por ella misma, sin intención de que nadie comprenda o reciba mensaje alguno, sin intención de llegar nunca a ningún público, o, como mucho de poder hablar conmigo mismo, la obra siempre puede llegar
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a cualquier otro. Dejando atrás los problemas de comunicación entre el autor y su público a través de la obra, la pureza significa elegir el camino de la obra por sí misma, en el caso de la escritura, escribir, tanto en prosa como en verso, única y exclusivamente la expresión del mensaje, explotando su ámbito, “desatando el genio”, colgando al duende del altar más grande, pero sin incluir en ningún caso referencias en la obra de sí misma o explicaciones sobre el mensaje o el estilo. Pureza en el sentido de que es el mensaje derramado en el folio sin contorno, ni definición, ni piel, ni collar. La sola expresión del mensaje, sólo empañada por las reglas lingüísticas.
Esto es, elegir la obra por sí misma. No contar con nadie, no buscar amparo, sólo expresión. Libertad sin definición. En estos casos, incluso el autor, conocedor, se supone, de su estilo, metáforas, referencias, significados... puede perder para siempre el pretendido mensaje si la memoria no pone en los huecos vacíos que se forman en una segunda o tercera lectura los pretendidos carteles que vuelve a dar ese pretendido sentido a lo extraído de la obra. La pureza indica libertad, eso puede ser aquello que uno siente cuando acaba de leer y sonríe, pero, no entiende nada. Es lo más parecido a un puente directo a la mente del autor, lugar inconexo e informe, desprovisto de espacio o tiempo. Aquello a lo que J. Frusciante refiere como la 4º dimensión, “(...) There´re no words, no symbols, no images. All are pure energy and vibrations.” Se podría decir que de haber una intención en el momento de estas obras esta sólo pude ser acudir a esa energía o a algún tipo de vibración en el público, en ti. Aunque personalmente, yo hago esas obras para hablar conmigo mismo y poner en las palabras un puente desde fuera hacia mi interior, me guío y me enseño.
Para no alargar más esto, diré rápidamente que la otra opción es más compleja, pero por su forma no por su dificultad. En ella el mensaje se mezcla con su propia explicación, con referencias a sí mismo y a cualquier otra cosa que pueda acercar al lector al mensaje pretendido. Para muestra un botón: repito así el adjetivo pretendido en cada referencia a mensaje para señalar que cualquier obra, cómo esbocé antes, es portadora de puentes, no de mensajes. Estos están en las personas, en el autor y en el público, son ellos los que encuentran los mensajes que ponen allí. La poesía o la prosa sólo creo que puedan tirar o empujar aquí o allá al público o al autor, son ellos los que se dejan o no llevar por este u otro impulso, son ellos los que encuentran el brillo que pusieron y buscaban o se alejan descorazonados con las manos vacías, pues no es ahí donde más se siente la palabra.
La segunda opción no es pura por tratar de expresarse a sí misma a la vez que es expresión de algo, es cómo un juego de ingenio con instrucciones, el éxito depende de tú capacidad para saber que lo son y para seguirlas. Es un: PÁJARO (soy un grito). Esto es una opción preferible cuando uno escribe para otros, hacia afuera, o para sí mismo sabiendo que en algún momento olvidará el camino que marcó y por ello deja en él pistas que le sirvan de guía. Hoy la pureza no ha tenido lugar, pero sólo porque entre las referencias y explicaciones se ha colado un par de expresiones puras de mensaje. Hasta que llego Gugo:
Carlos Esteban González
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