HAY UNA CIERTA TENDENCIA EN EL CINE AMERICANO…

 Rodrigo Roig Herrero 


GÉNERO: Terror, Thriller  
DIRECTOR: Robert Eggers  

REPARTO: Anya Tylor-Joy, Ralph Ineson, Kate Dickie, Harvey Scrimshaw 
 GUIÓN: Robert Eggers 
 PAIS: Estados Unidos
 DURACIÓN: 92 
DISTRIBUIDORA: Coproducción
 ESTRENO: 13 de Mayo de 2016


“Todo aspecto que no sea sugerido por las imágenes en movimiento no es fotogénico y
no pertenece al arte cinematográfico”. “La fotogenia puede definirse como cualquier
aspecto de las cosas, de los seres y de almas, que aumenta su calidad moral a través de
la reproducción cinematográfica”. Estas frases, escritas por la pluma del aclamado
teórico y director del cine mudo Jean Esptein representaron una teoría que acabó
convirtiéndose en la meta principal de muchos de los grandes autores de cine mudo
europeo: El de la pureza de la imagen. Si nos alejamos un poco del sentido heideggeriano
del concepto, podremos encontrar todo un ejercicio de reflexión sobre qué es el cine.
Reflexionar sobre la imagen cinematográfica era, para los artistas, tan importante como
filmar las historias. En efecto, su último deseo sería que estas historias emanaran
directamente de la imagen cinematográfica, de la imagen en movimiento. Si la “pureza”
se obtenía, en un primer momento, en la medida en la que eran sustituidas las
habituales técnicas narrativas en la literatura por recursos meramente
cinematográficos, el concepto de Fotogenia (propuesto primero por Louis Delluc y
desarrollado plenamente por Epstein) vino a resaltar la necesidad de eliminar cualquier
elemento narrativo de la imagen cinematográfica.

 Esto conllevó a realizar films que recuperaban gran parte de la tradición artística
europea. Sin embargo, su intención no era filmar escenas similares a cuadros o apuntes
literarios, para el deguste de algunos intelectuales, sino de traducir grandes problemas
que habían tenido una importante presencia en todos los debates estéticos a lo largo de
los siglos: la perspectiva, la iluminación, etc… y entenderlos desde un punto de vista
estrictamente cinematográfico, desde la imagen en movimiento. Por ello, el peso de las
vanguardias históricas fue esencial para entender este periodo del séptimo arte, en
especial por lo que Ortega llamó “deshumanización del arte”, es decir, por la eliminación
del componente mimético de la obra. Este es el caso de uno de los más conocidos (y
polémicos) periodos del cine mudo: El mal llamado expresionismo alemán. En esta etapa
del cine, que los historiadores normalmente sitúan durante el periodo de la república
de Weimar, se desarrollaron, en buena medida, muchos de los conceptos teóricos que
se estaban debatiendo en los cafés de Berlín. Era habitual también que estos artistas
colaboraran de un modo u otro en los films: Alfred Kubin, por ejemplo, fue seleccionado
en un primer momento para llevar a cabo los decorados de El gabinete del doctor
Caligari, pero también en otras películas del momento se acudía a momentos en los que
la imagen tenía un peso mucho mayor, en lugar de simbolizar el lado más banal de las
pasiones humanas, como sucede ahora. Así, Nosferatu nos demostraba como la imagen
en movimiento también podía hacer referencia al desasosiego frente al absoluto como
solo habían podido hacerlo Friedrich o Bocklin. En otros países, la plasticidad de la
imagen también pretendía convertir lo fantasioso en realista, de hacer que las más
oscuras de nuestras pesadillas tuvieran un lugar adecuado en el nuevo arte que a pasos
agigantados estaba creciendo, como es el caso de Vampyr o de la aclamada Häxan.



Pues bien, hoy por hoy, los films de autor parecen consagrarse cada vez más a esta
propuesta. La película de la que hoy hablamos, La bruja, ha despertado toda una
reacciones de seguidores en las redes sociales,  pero también por parte de distintos
estudiosos que han alabado la ópera prima de Robert Eggers, ascendido directamente
al olimpo de los realizadores del cine de terror y considerado como uno de los autores
más prometedores en un futuro no muy lejano (no en vano, Universal le ha dejado
libertad para llevar a cabo el remake de Nosferatu). Pero sí hay algo en que todos se han
puesto de acuerdo, en la incomodidad generada en el espectador por la belleza con la
que se desarrolla la historia y el choque producido por el montaje horizontal, es decir,
de “oído a ojo” que produce la relación casi dialéctica entre banda sonora de Mark
Kroven y los maravillosos planos iluminado por la cámara de Jarin Blaschke (González
Taboada la ha definido como “una mezcla no tan imposible entre El bosque y la Cinta
blanca).

En definitiva, estamos ante una película de terror, en el sentido más cinematográfico de
la palabra. Nada de juegos de magia, de efectismos propios del Slahser… cine de terror
con una firma autoral. Y esa firma autoral no es sino la búsqueda, de nuevo, de la pureza
de la imagen. El cine de autor americano más contemporáneo parece haber echado la
vista casi un siglo atrás, para aprender de cómo narrar historias únicamente con el poder
de la imagen, y lo que es más importante, como conseguir expresar conceptos
abstractos mediante un cine también abstracto. Hacía mucho tiempo que no veía en una
sala de cine una película tan bella como es La bruja. Parece que ese relato folclórico al
que hace referencia al inicio del film no solo se halla en su propia diégesis, sino que el
propio director ha hecho un recorrido por el “folclore” de la historia del cine,
descubriendo sus antepasados, sus ideas… y respondiendo ante ellas con un ejercicio
que ha encontrado el equilibrio perfecto entre tradición y contemporaneidad, entre
belleza y miedo, entre el realismo humiano y la trascendencia romántica, entre el
montaje y la plasticidad de la imagen… Si tuviera que unirlo con algún periodo de la
literatura, sería con la tradición del realismo mágico iberoamericano.

 En este sentido, el concepto de fotogenia al que nos hemos referido
anteriormente cobra vida de nuevo en el cine sonoro, en especial en esta corriente del
cine americano que hoy está encontrando una gran repercusión. Como suele pasar en
estos casos, la tradición del cine europeo había rescatado del olvido todos estos
elementos del periodo mudo, como es el de la fotogenia, reelaborando muchos
ejercicios que ya habían tenido lugar antes: No en vano, tal sensación de desasosiego e
intranquilidad ya lo practicaba Dreyer durante du etapa silente, lo recogió Haneke
(dándole una bellísima a la vez que pérfida vuelta de tuerca) y ahora Eggers lo practica
en La bruja de tal modo que la búsqueda por la narración (es decir, “¿De qué coño va?”)
se torna inútil y banal, pues se trata de saber observar las imágenes para apreciar en
ellas lo sobrenatural de lo natural.

No sólo la revelación de la temporada, sino que también puede ser un iniciación muy interesante para dar los primeros pasos en el campo de la estética del cine de la mano de un film que, sin esconder de donde viene (¿Alguien ha visto El resplandor o Häxan?) puede convertirse en un vehículo más que apropiado para estudiar la plasticidad de la imagen. 

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