ROBER BOLAÑO O 2666

David Álvarez García

-La impaciencia nos va a matar a todos, pensé. – “Monsieur Pain”, Roberto Bolaño

Hay quien dice que la literatura es el arte dónde se perfecciona la mentira, claro que
también hay quien dice lo contrario. Me parecen, no sé, las típicas frases que diría algún
escritor –seguramente un buen escritor- en una entrevista cuando está deseando que lo
dejen en paz. Las típicas frases, reduccionistas e intuitivas, carentes de sentimiento, a no
ser el deseo, más o menos oculto, según quien, de ganarle una prorroga al tiempo. Hacer
historia, fama y riqueza, bellezas sin límites, plantar un rarísimo y gigantesco árbol en el
inmenso bosque de la literatura (¿universal?). Yo por mi parte no soy muy dado a las
separaciones motivadas por la utilidad, es decir, no soy nada práctico. Quiero decir que,
para mí, en la literatura, tan necesario es ser honesto y sincero, buscar la verdad por
encima de todo, como saber ocultar, mistificar e ironizar sobre cada aspecto de la vida y
de la realidad. Y por suerte, he leído a Roberto Bolaño.

La idea que tengo desde hace unos días es la de hacer un comentario crítico sobre la obra
del escritor R. Bolaño. Sin embargo, tras varios intentos he llegado a la conclusión de que
semejante trabajo requeriría por mi parte un enorme esfuerzo en ser objetivo, además de
un alarde de vanidad del que ahora no me veo demasiado capaz. Así pues, más que un
comentario crítico, en sentido estricto, analítico y mordaz, he oscilado hacia una idea que
me resulta menos pretenciosa: decir algunas cosas que se me han ocurrido leyéndole, con
conciencia de su futilidad y su subjetividad. Primero haré una breve historia de mi
relación con el escritor.

Lo leí por primera vez hace sólo cinco años: mi tío me regaló Los detectives salvajes.
Sería un tanto abusivo hablar sobre mis sensaciones e impresiones tras aquella primera
lectura, así que simplemente diré que me gustó, que me gustó mucho. Recuerdo que quedé
doblemente atrapado: en su ingeniosa estructura literaria y en los callejones de cada
historia, de cada personaje. Y eso es todo lo que recuerdo con claridad, ya apenas me
acuerdo de Belano y Lima, ni del muchacho Madero. Pero bueno, el caso es que tras leerlo
busqué información del autor y me enganché sin demasiada dificultad al mito de Bolaño.
Un escritor puro, un poeta maldito, muerto en la más alta cumbre de su producción
literaria, terrible fumador con grandes gafas que aumentan su mirada de loco, su expresión
de profundo dolor, de hombre solitario, pero familiar y cariñoso. En fin, murió cuando yo
tenía doce años, y aun no sabía nada sobre la maldición que caería sobre mí unos cuantos
años después. Yo, por entonces solo me preocupaba por jugar al tenis y al baloncesto, a
la GameBoy, y por tener a mis padres contentos con mis notas en el colegio. Bueno seguro
que había algo más –mucho más- pero tristemente, no recuerdo nada salvo lo que ya he
dicho. Y mientras yo estaba en esa tesitura inofensiva e inocente Bolaño moría en
Barcelona dejando tras de sí algunos movimientos inteligentes para, como decía arriba,
ganarle una prorroga al tiempo. Están sus hijos que lo recordarán con un profundo amor,
y no es para menos, pues según dicen las leyendas (¿una leyenda en tan solo 14 años?
¿por qué no?) era un gran hombre, un padre atento y cariñoso. Y luego está su obra, su
inmensa obra que abarca tanto novela y cuento, como poesía y ensayo. Sin embargo, no
es un escritor póstumo, ya en vida alcanzó cierto éxito, y pudo vivir bien de la literatura.
Lo suyo le costó, pero leyendo sus novelas, es comprensible que alcanzase el éxito aun
en vida, con esa técnica suya de dar al lector un hilo del que tirar, fácilmente como un
juego infantil, y al mismo tiempo tejiendo con ese mismo hilo un juego, infantil también,
pero no en el sentido de simple o educativo (¿moralizante?), sino profundamente vital,
serio como solo puede serlo un niño que juega (¿dónde demonios he leído esa metáfora?
¿Nietzsche, Cortázar, el propio Bolaño? No recuerdo). Puede ser leído por cualquiera que
disfrute mínimamente de una buena lectura, incluso por algún imbécil, quizá, aunque éste
corre el riesgo de verse sumido en ataques de pánico repentinos e inexplicables. Bueno,
lo cierto es que todo lector de Bolaño aceptaría de buena gana ese riesgo, pues el miedo
que puede acosarle a uno en medio de la lectura es poco menos que un miedo metafísico,
un miedo estrictamente literario. El imbécil sin embargo puede confundir ese miedo con
alguna consideración sobre lo triste y patética que resulta su vida. Pero es momento de
dejar esto de lado.

Yo no he leído todas las obras de Bolaño, aún estoy en ello, y aún me llevará un buen
tiempo (contando, claro, con la relectura), por desgracia tengo que cumplir con otras
obligaciones. Cito por placer, los títulos de las que he leído hasta ahora, en el orden en
que las he leído: Los detectives salvajes, Consejos de un discípulo de Morrison a un
fanático de Joyce, Los perros románticos, 2666, Estrella distante, Los sinsabores del
verdadero policía, El policía de las ratas, 2666 (otra vez) y Monsieur Pain. Sin duda me
quedo con 2666 aunque debería volver a leer Los Detectives Salvajes.


La primera vez que leí 2666 lo hice en orden, de la parte 1 a la 5; la segunda vez lo leí a
mi antojo: 1-5-2-4-3. En teoría podrían ser novelas independientes y además quería leerlo
así, por lo que no necesito más explicaciones. La primera vez puedo decir que fue una
lectura sufrida, casi obligada, tarde mucho tiempo y no pude disfrutarlo en condiciones.
Pero la segunda vez me quedaba durante horas y horas atrapado entre las páginas, en esa
prosa que reúne en perfecta armonía ideales y formas poéticas con una narrativa
apasionante y hermosa. Su manera de configurar sin dificultad reflexiones de naturaleza
filosófica, al tiempo que describe situaciones absurdas o verosímiles, pero en cualquier
caso perfectamente naturales, y siempre bellas, en serio, me ha conseguido emocionar
durante horas. Incluso al dejar de leer me veía invadido por fuertes sensaciones que
recorrían el espectro desde el pánico hasta la temeridad, pasando claro, por el amor y la
experiencia estética más sublime. Estas impresiones me acompañaban durante mis días a
la espera de conseguir algo de tiempo libre de mis obligaciones y mis vicios, para poder
seguir leyendo, recorriendo la Europa regada con sangre y ríos salvajes de Reiter, el
gigante en todos los sentidos posibles, y también esa otra Europa más abstracta, la de los
críticos, profesores de universidad, y ver como todo ese devenir de destinos, liberados o
anhelados, conducen a las calles de México, el D.F. y Santa Teresa y la casucha de
Amalfitano, a los asesinatos de mujeres en los cuales “se esconde el secreto del mundo”.
¿Qué secreto es ese? Y ante todo ¿quién es el agente de ese secreto? ¿Quién esconde qué?
¿de qué? Estas relaciones son, como poco, espejos del absurdo, reflejos de dualidades
indisociables, pero disociadas, por el arte tal vez, o por su posibilidad, o por su ansiedad
necesaria, o puede que sea solo, la muerte, como el ente lascivo original, pícaro y hábil
en pericias, en leyendas de dioses dionisíacos, como un Pan todopoderoso sin enemigos
que le puedan hacer frente, verdaderamente.

Puede que “el secreto del mundo”, escondido, se nos aparezca escondido en un
razonamiento del tipo: “soy un animal racional, es decir, comprendo que soy un animal
con la disposición natural a la racionalidad y la inteligencia, que no es sino una
herramienta producto del proceso natural conocido como la evolución de las especies;
esta herramienta me sitúa en una situación obtusa, en un caso de dudosa ventaja evolutiva,
en un compromiso ineludible, teórico y práctico, cuya mejor postulación, quizás, la
encuentro en Kant: La razón humana tiene el destino singular, en uno de sus campos de
conocimiento, de hallarse acosada por cuestiones que no puede rechazar por ser
planteadas por la misma naturaleza de la razón, pero a las que tampoco puede responder
por sobrepasar todas sus facultades. [Crítica de la razón pura]. Luego, tengo en mi cabeza
la necesidad insoslayable de ciertas preguntas que no puedo responder, y también la
igualmente insoslayable necesidad, de responder dichas preguntas, aún a sabiendas de la
futilidad de mi tarea. Por ejemplos las preguntas por el sentido de la vida, de mi vida, o
nuestras vidas, conscientes y emocionales; o las preguntas sobre la divinidad, el ser, lo
universal, lo uno, la esencia, etc… Tengo, al menos, una suerte de imaginación que acude
en mi auxilio para tratar de responder tan magnas cuestiones; un profundo sentido
histórico a modo de soporte hermenéutico. También un “aparato” de percepción estética,
un algo que me permite luchar por conquistar un pedazo de sentido en estos océanos de
terror, indiferencia e inmensidad. Pero la razón concluye con una poderosa autoridad, con
justificación moral que respalda la verdad que postula: la razón humana, con su
conciencia, es un absurdo, en el mejor de los casos, una vanidad de la naturaleza. Y
mientras dice esto piensa: ¡vaya, ya he respondido! ¡me veo obligada una vez más a volver
sobre la pregunta!”. – Más bien no, el secreto del mundo, sea lo que fuere, si de algo se
oculta, es de semejantes discursos y formas de pensamiento. Los contenidos quizás
puedan llegar a coincidir, o no, pero, casualidad o destino, poco nos importa; estamos
jodidos, vivos y bien jodidos, culpables y asesinos en potencia, padres patológicos, horror
vacui, hasta en las afueras del arte.

Por suerte no encontramos nada tan sucio y explícito en Roberto Bolaño. Encontramos
otras cosas, en mi opinión, mucho mejores. Para empezar la estructura de su obra:
múltiple, metáfora cuántica quizá, repleta de abismos y plenitudes, de compartimentos
secretos, de conexiones que, pese a su ocultismo, desprenden una evidencia asesina.
Crónicas policiales, cargadas de confesiones de los culpables, de interrogatorios y
entrevistas a testigos –quizás culpables y testigos lo tengan todo en común-, de
autocríticas, comparaciones subjetivas, susceptibles de objetivarse en la idea de conjunto
que se persigue en su obra como al más tremendo de los asesinos, en la guerra y en la paz.
Tenemos también un contenido, o más de uno, en cualquier caso, de naturaleza
subversiva, trágica por su apertura definitiva, pero conciliadora por la idea de una
esperanza a veces negada y a veces realizada, la mayor parte de las veces, enloquecida, o
lo que es lo mismo, una vez más, oculta. Redirección de cada planteamiento a otro lugar
existente en su obra, quizá a Los detectives salvajes, y de ahí al poema insuperable de
Lupe, o La francesa, y de ahí, tal vez a Monsieur Pain, que de nuevo nos lleva a 2666, y
este a su vez a Los sinsabores del verdadero policía. Y así, infinito, eterno, hasta el culo
de sentido enviciado y misterio. Cómo un desierto enamorado, cómo cualquier paisaje
cómico, plañendo de incomprensible dolor, o comprensible, pero en cualquier caso ajeno,
no-humano, y aun así profundamente divertido. La hermosura inigualable de la
conversación abocada a una separación jodidamente triste e inevitable, aunque la lógica
de nuestra pasión concluya en que no es posible, en qué no debe ser posible; los viajes
fabulosos que diríase pertenecen a este mundo, más no es así, aunque nuestro corazón
haga las paces con nuestra inteligencia para reunir cada anhelo en una sola voluntad, al
estilo de Schopenhauer, lo que sea con tal de que nuestro cuerpo se mueva en la dirección
que marca el rastro de nuestra percepción estética y romántica.

Los libros de Bolaño, al menos los libros que yo he leído de Bolaño, son como un amor;
libre para ser interpretado pero con rasgos evidentes y necesarios: placer y medias
sonrisas, lágrimas y un nítido dolor, terrible deseo de locura, locura en sí misma, secretos
y mentiras, redención irracional, flirteos y guiños, carcajadas, auténticas carcajadas de
esas que te desencajan la cara mientras piensas “oh por dios esto es terrible”, aunque en
verdad no piensas nada, un pensamiento subconsciente, o práctico en el sentido de
inmediato, en el sentido de que se agota en su expresión, sin dejar huella, salvo, con el
tiempo, arrugas de tanta risa y tana ironía, de tantísimo amor y tantísima enfermedad,
reguerillo de felicidad con el inconfundible olor de una fuerte pasión relajada, muerta de
tan viva, a pocos centímetros de la piel, de uno del otro, de las caricias primerizas torpes
pero inmortales, o las viejas costumbres mecánicas, susceptibles de enajenación siempre
que se entienda como necesaria, como una parte del camino, tal vez eterno, o tal vez no,
pero una parte de ese camino que seguro nos conduce a un retorno, a cada uno el suyo
propio, reencuentro en Núremberg, en Isla o en Gambia, pero reencuentro, solo eso,
escaso milagro, ansiado milagro de dos ateos por convicción, pero están enamorados, al
menos uno está enamorado, piensa el otro que al menos uno está enamorado, y el otro no
piensa, lee en los vientos que mueven las nubes las líneas de un destino que desprecia,
pero que recuerda dolorosamente presente en aquel tejadillo soleado de aquel pueblecito
de aquella poco encantadora región, llena por una cierta plenitud que se desprende de sus
miradas y de sus palabras, de los cómicos y entrañables esfuerzos por comprenderse y
traducirse, por fundir sus mentes, sus conceptos, sus lenguajes que se quieren privados,
en un solo pensamiento en un solo instante de un solo tiempo, mientras juegan, por inercia
juegan, arriesgan su dignidad y su destreza en un absurdo juego junto a edificios
decadentes y en peligro de derrumbamiento, pero no´mporta quien, las declamaciones
son apenas cuatro o cinco silencios, que cobran la apariencia de cuatro o cinco gestos,
repetidos eso sí, hasta la saciedad y el aburrimiento, pero en silencio claro, porque ante
todo se trata de esconder y ocultar, para expandir la posibilidad de la comprensión y el
descubrimiento.

Exacto, sí, como un jodido desierto enamorado hasta el corazón de Roberto Bolaño, o del
escritor desaparecido, desde su mismo nacimiento, así, exactamente así, como un enorme
y brutal desierto enamorado.

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