De la vulgaridad primitiva del hombre medio español (III)

Hemos visto hasta aquí qué es lo que se entiende -lo que Ortega entiende- por masa o por hombre masa, qué significa que ésta se haya rebelado y cuáles son las consecuencias, inmediatas y futuras, de tal rebelión. El tamaño de la empresa que tenía entre manos me ha obligado a extenderme más de lo debido, aunque no encuentro motivo evidente para tener que arrepentirme de ello. Así, quedé pendiente para el artículo del mes próximo la caracterización particular del hombre masa español y la argumentación del que es para mí uno de los ataques más graves que nuestro hombre medio lanza contra la cultura española; a saber, el ataque a la Universidad, que es equiparable al rechazo que el hombre medio europeo profesa hacia la ciencia.

En este preciso momento es cuando podemos hablar con propiedad de La vulgaridad primitiva del hombre medio español, que es el título original de esta saga de artículos que toca a su fin. Lo visto hasta ahora podría recogerse bajo el título de El increíble hombremasa, Las aventuras de las masas europeas o, para darle mayor dramatismo a la lectura y atraer así la curiosidad de los menos lectores, Europa se hunde.

He de decir que toda la exposición contenida en este artículo -en su referencia al mal español- se apoya sobre la siguiente convicción personal: España es un pueblo embrutecido, viril y vigorosamente fundado sobre la rebeldía y la fuerza como carácter identitario. Aunque sea cierto que en ciertas zonas de la geografía española, a lo largo de siglos de evolución, ha habido focos de intelectualismo y erudición, son no más la excepción que viene a confirmar la norma del embrutecimiento del rudo pueblo español. El carácter español que sostengo como tesis fundamental de mi argumentación es fundante del orden, institucional y social, material, moral y epistemológico del pueblo a veces conocido como España.

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Sea quizás porque la amo. Sea porque me preocupa sentimental, racional, material, espiritual y existencialmente. Sea, seguramente así lo sea, porque es mi hogar y es donde llevo más de veinte años viviendo. Pero el caso es que detecto que en ningún otro país como en España nos ha conducido el proceso histórico de la rebelión de las masas a una situación tan dramática y extrema. En España como en ninguna otra parte de Europa ha llegado el hombre masa al borde último de sus fuerzas, de sus capacidades como ente destructor del orden moral y social. Hasta tal punto encuentro razones sólidas sobre las que sostener mi idea que considero posible narrar toda la historia del hombre medio, desde su nacimiento y alzamiento hasta su cénit, a partir de la narración de los hechos históricos que se han ido sucediendo en España desde finales del siglo XIX: la caída de la poderosa
 España colonial, la gloriosa etapa de la Segunda República, la tristísima guerra civil que tanto daño nos hace, el franquismo y la consolidación de la democracia en el Estado de Bienestar son resultado -directo o indirecto- y consecuencia de la acción de la masa sobre la realidad de la sociedad española. Véase como muestra de ello el patetismo, el dolor y la desilusión de toda una España que a finales del XVIII se sabía colosalmente grande y besó, torpemente humillada, el suelo. Arrastramos, me temo, ese sentimiento de decadencia durante largos decenios, si es que no nos pesa aún el derrotismo.



Y en todas las disciplinas españolas ha dejado el hombre masa su inconfundible huella de mediocridad y despreocupación: en el arte, en la ciencia, en la política. Sobre todo en la política. Y no digo con esto que no haya habido en España ni un solo gran hombre capaz de colocar a su profesión intelectual y con ella a España en lo más alto del panorama internacional, ni mucho menos -en arte disfrutamos de las generaciones del 98, del 14 y del 27, formadas por mentes claras que supieron brillar en varios campos al mismo tiempo y no solamente en campos artísticos, de grandísimos pintores como Dalí, Sorolla o Miró, arquitectos de la talla de Gaudí o Santiago Calatrava y de una innumerable lista de artistas merecidamente reconocidos como tales, como genios "de lo suyo"; en ciencia, infatigables investigadores como Ramón y Cajal, Gregorio Marañón o Severo Ochoa, también entre otros muchos; en filosofía, esa disciplina que los alemanes manejan al dedillo, la maravillosa tríada compuesta por Unamuno, Ortega y Gasset y Zubiri poco que envidiarle tiene a la clásica de Sócrates, Platón y Aristóteles, tantas similitudes guardan entre sí; y para darle un fin a este paréntesis, en política, pese a ser la disciplina en la que menos mentes claras abundan, es quizás aquella en la que con más fuerza brillan: Manuel Azaña o Julio Anguita son los primeros nombres que se me vienen a la cabeza-. Sí, en España ha habido y habrá grandes hombres. Pero sus discursos, si alguna vez han llegado a concienciar a la población, han sido rápidamente apagados por el griterío que la masa monta cada vez que quiere dejar clara su opinión. Por suerte sus mil voces no podrán jamás sonar al unísono, ni su mensaje podrá ser nunca un mensaje claro y distinto porque dentro de la masa no existen ni el acuerdo, ni el debate, ni la crítica. La opinión de la masa no es nunca una opinión única y consensuada; no puede serlo. De ahí provenga quizás la violencia -acción directa lo dice Ortega- con que trata de hacerse valer sobre las certezas y verdades que des-cubren -des-velan, des-ocultan- las minorías.

Con la ilusión de convencer a las voces más pertinentes y de gritar más fuerte que las más violentas nació este bello proyecto que lleva el nombre de Así vivimos y así gritamos -en nuestro primer número pueden leer el porqué de esta revista de la pluma de mi buen amigo Carlos Esteban-; tuvimos la ilusión, utópica como todas las ilusiones y por eso tan emocionante, de alzarnos sobre la masa para lanzar un mensaje único y simple: el valor del diálogo y la reflexión crítica. Cada vez más me temo que la enorme masa nos arrastró en el intento. Pero no por ello dejaremos de pelear.

Mientras gobierne la masa, y en España parece que tiene para varios años de gobierno, no habrá oportunidad para la democracia, ni para el consenso, ni mucho menos para la sana convivencia, es decir, para la civilización. Y sin civilización, sin vínculos sociales intelectuales y morales, sobre todo-, muy difícilmente habrá progreso.

En España, creo que ya lo he dicho en otro momento, no se piensa. El terrible mal de espíritu que atormentaba a Heidegger se extiende por nuestro país sin que ello despierte en la población el menor estremecimiento. En España no se piensa en la problemática España. España necesita pensar, y lo necesita urgentemente. Vive enajenada y necesita del ejercicio del pensamiento, pensar y pensarse, para volver a sí. Sufre España la enfermedad del no-pensar: en España no se piensa el ser España. Y sin pensar el ser no se piensa su verdad. Ahora sin tanta metafísica: en España no se piensan los problemas que verdaderamente dañan sus cimientos.

Sí, continuamente, en prensa, en televisión, en radio y en internet se escriben artículos y se organizan debates que tratan de analizar y de sacar algo en claro de la terrible situación que España vive en la actualidad. Pero el análisis que se hace, en un número alarmantemente alto de los casos, es un análisis ingenuo, demasiado superficial como para que sea capaz de dejar al descubierto las vergüenzas más básicas -porque están en la base de todas las demás- de España. Se limitan en estos programas y en estos diarios a rasgar temerosamente la costra de mierda que hay aferrada a nuestra queridísima España, pero no se emprende la búsqueda de aquello que ha generado esa costra. Es un análisis material que se plantea los problemas materiales que afectan al hombre español y se olvida de los problemas de espíritu que son causa de estos. Por eso el hombre español ha de tomar conciencia histórica -es el español un mal histórico, me temo que crónico- de su aquí y ahora como hombre español en el ser España para construir una crítica veraz que permita iniciar un ejercicio de auténtica protesta. La transformación de la realidad española vendrá después sola. Y para eso, como ya he señalado al principio de este laaargo artículo, es necesaria la memoria histórica. En España hace falta emprender una labor de arqueología: hay que excavar las ruinas de España y descubrir qué es eso que hay abajo, bien al fondo de su Historia, y produce este hedor tan espantoso de hoy día.
De nuevo me veo obligado a aclarar mi discurso. Que en España no se piense no quiere decir que no haya hombres en España que piensen sobre el ser España -el ser España, por cierto, poco o nada tiene que ver con la marca España que los políticos más avispados tratan de colarnos como valor nacional. El ser España es un tipo de ser vital, existencial y por eso puramente espiritual, mientras que la marca España es un ser material, económico y, lo que es peor, mercantil; una forma de vender, no de vivir; o quizás una forma monetaria de vida, una vida dedicada al consumo y a la superproducción industrial de deficiencias psíquicas. Una existencia como pueblo español que abandona las responsabilidades que se tiene como pueblo para venderse al mejor postor. La marca España es la abstracción de sí misma que la sociedad española hace como sociedad de masas- Los hay, por suerte los hay. Pero su voz no se escucha. Hay demasiados aparatos sonando al mismo tiempo -teléfonos móviles, televisores, tablets, ordenadores portátiles, automóviles caros que te cagas...- como para que se pueda oír la voz de estos españoles españoles de verdad, de los que no quedan, de los enamorados de España hasta los huesos. Ésta suele ser, su voz, digo, suele ser, por su carácter reflexivo, muy tenue y paciente, casi como un susurro; como el hilillo de voz del viejo que sabe que tiene razón pero no trata de imponerla sobre las razones de los otros, tanto ha visto ya en la vida.

Por supuesto que hay hombres españoles, verdaderos patriotas, que piensan acerca de España, de su hoy, de su ayer y de su misterioso mañana. ¡Empezad a rezar si algún día capitulan! Pero si no hay nadie a su alrededor que los escuche, si su pensamiento no va de un pueblo a otro, de una plaza a otra para que todos lo conozcan y conozcan por fin de España, jamás se convertirá éste en un pensamiento subversivo capaz de provocar un cambio radical en la realidad española.

Una de las formas para conseguir que estos hombres se hagan escuchar es, como siempre, la reforma del modelo de educación. Si educamos bestias, bestias tendremos. Si educamos máquinas, pues más máquinas para engordar la gran máquina burocrática. Pero si lo que queremos es educar mentes despiertas muy seriamente tendremos que replantearnos la forma actual de educar a los niños en nuestras aulas. Pero eso es otro tema del que no me quiero ocupar en este artículo.

El secreto más oscuro -oscuro porque oculto, encubierto y abstraído; sacralizado en la medida en que está protegido en el interior de un vetusto templo gótico por cuatro fanáticos adoradores que asustan con grotescas maneras y aspavientos- del Ser España es, redoble de tambores por favor, su formalidad, es decir, su vacío en lo que a unicidad identitaria se refiere. ¿O es que acaso podemos definir claramente, sin miedo a equivocarnos y a excluir, qué es aquello que nos une a todos y cada uno de nosotros como españoles? ¡Nada!, ¡no hay nada! España, igual que Francia, que Alemania, que Europa o que los Estados Unidos de América -que ni unidos ni ná, por cierto-, es una realidad histórico-social de una riquísima y antiquísima multiculturalidad. Si con esto y con todo los hay todavía empeñados en hablar de un lazo común fundado sobre y fundador del Ser España, digamos lo siguiente: la identidad española radica en su diversidad, su característica fundamental es la multiculturalidad; lo que nos une como españoles es justamente lo que nos diferencia. Así, quizás, con el tiempo, quizás, comprendamos la complejidad, el dinamismo y la incertidumbre de la realidad española, y busquemos unas estructuras epistemológicas lo suficientemente competentes como para poder gestionar esta realidad tan compleja y tan cambiante con pertinencia.

Al hilo del análisis ingenuo de la realidad española que se hace en los medios de comunicación. No puedo quitarme de la cabeza la imagen de determinados programas de tertulia política que ponen todas las mañanas por televisión. Son la más clara prueba de la invasión por parte del hombre medio de las disciplinas y actividades reservadas para los más capaces, para los grandes hombres. Quiere el hombre masa español saber de todo y de todo quiere opinar. Pero ni tiene un adecuado método de análisis, ni una estructura de pensamiento lo suficientemente sólida, ni siquiera opinión propia. Habla, constantemente habla de los problemas que le afectan a España, a todas horas dice de la corrupción, del independentismo catalán, del paro, de la pobreza... pero en realidad no dice nada. Habla vacío. Le echa las pestes al vecino y se queda tan a gusto.

Si nada dice es porque sus estructuras epistemológicas, anquilosadas y sujetas por un paradigma cognitivo determinista, estático e impuesto, no son capaces de pensar toda la complejidad de la realidad. El hombre medio español, cuando piensa la realidad, lo hace a partir de una abstracción de las circunstancias en las que se desarrolla su pensamiento. Descontextualizado, el pensar es siempre un pensar ingenuo, superficial y unidimensional, incapaz de penetrar en la complejidad de la realidad. Categoriza y conceptualiza -agarra y arranca pedazos de la realidad-, como si lo vivo y dinámico pudiese encerrarse en una caja de zapatos. El gato de Schrödinger, aquí, jamás saldría con vida.

Con esta idea llegamos, por fin, al momento de conocer el rasgo diferencial que caracteriza al hombre medio español distinguiéndolo del hombre medio europeo: la cultura de bar que es, quizás, la única seña de identidad verdaderamente española.

Eduardo Gutiérrez Gutiérrez

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