Las personas grandes son así (II)

“Quimoterapia. Quimo, con cada uno de sus libros, lleva ya muchos años demostrándonos que los niños son los depositarios de la sabiduría. Lo malo para el mundo es que a medida que crecen van perdiendo el uso de la razón, se les olvida en la escuela lo que sabían al nacer, se casa sin amor, trabajan por dinero, se cepillan los dientes, se cortan las uñas, y al final –convertidos en adultos miserables- no se ahogan en un vaso de agua sino en un plato de sopa. (…)”  
Antología de Quino. Gabriel García Márquez   

¿Qué es aquello que diferencia a las personas grandes de las personas pequeñas? Para enfrentar esta pregunta creo necesario realizar primero una reformulación de la misma. Como señalaba en el anterior artículo –Trigésimo Número- acerca de las personas grandes, la distinción entre estos tipos de personas no es una distinción clara que nos permita hablar de dos clases diferentes de personas. Debemos parir del hechos de que toda persona grande fue, hasta algún momento de su vida, una persona pequeña y, de igual forma, toda persona pequeña está un posición de y tiende a ser una persona grande.

 Por ello podemos reformular la pregunta inicial desde dos perspectivas complementarias: ¿Qué es aquello que pierde una persona pequeña cuando comienza a ser una persona grande? y ¿qué es aquello que favorece o produce el cambio ocurrido desde la persona pequeña hasta la persona grande? En tanto a la primera reformulación, el cambio del verbo pierde al verbo gana es desestimado en favor del trato beligerante a las personas grande que ya he iniciado. Con la segunda pregunta podemos ver que gracias a esta reformulación se descubre la búsqueda del factor o factores, ya sean internos, externos o, incluso, de ambos ámbitos, que propician tal trasformación. Empecemos desde la primera reformulación.

 Supongo que desde este primer marco hemos de atender a las emociones. Las capacidades cognitivas que están en desarrollo constante en el ser humano creo que no determinan tal cambio, ya que el mundo al que ambos tipos de personas se enfrentan es el mismo y ambos tipos lo conciben igual; en tanto que aquello de lo que obtienen información y el cómo obtienen esa información es común a ambos tipos. Lo que aquí trato de evidenciar es que ambos tipos no se vuelcan en el mundo desde el mismo prisma, es decir, no se comportan igual –tanto como de forma externa como consigo mismos- ante idénticas situaciones porque se presentan a sí mismos las cosas desde diferentes

perspectivas. El problema del astrólogo en El Principito no hubiera sido tal si hubiera expuesto sus descubrimientos ante personas pequeñas por la razón, supongo, de que estas personas no hubieran necesitado de ver vestido al astrólogo a la europea para permitirse dar crédito y prestar atención a su descubrimiento. Por ello creo que debemos atender a aquellos factores que determinan de forma más poderosa la perspectiva desde la que uno se vierte al mundo, su empuje y sentido, sus emociones.  
No es conveniente pensar si las personas grandes son más tristes o más felices, ya que realmente pueden estar -tanto ellas como las pequeñas- más tristes o más felices, aunque continúen siendo grandes o pequeñas. Aquello que comúnmente se nos dice es que las personas grandes han perdido la inocencia, pero ¿qué es esto de la inocencia? Aunque sin afán de recoger lo que ahora voy a exponer bajo el título conjunto de inocencia, si creo que se podría definir en el conjunto de aquello que pierde la persona pequeña al comenzar a dejar de serlo. Primero de todo: la confianza. Puede ser que haya quien considere que la confianza en alguien o en algo tiene un fuerte factor racional, pero espero que me permita rebatirle tal afirmación: si se apoya en la experiencia he de decirle que el inductivismo no es un buen método para hacer ciencia, ya que aunque alguien o algo se haya demostrado como merecedor de su confianza en todas las anteriores ocasiones –suponiendo que el juicio que da lugar a la conclusión merecedor de confianza sea en algún caso objetivo y no solamente subjetivo- ello no es motivo suficiente para confiar en ello y se apoya en su capacidad de juicio sobre en qué o en quién ha de confiar, ya sea por la probable falibilidad de ese juicio como por la característica propia de la acción humana, puede descubrir, por suerte, que las personas son impredecibles; acerca de si las cosas que pasan se puede predecir no soy quién para aportar ninguna luz, pregúntele a la ciencia, que se jacta de servir, entre otras cosas igual de valiosas, para ello.  

 Creo y afirmo que la confianza tiene base principal en la emoción; al menos en lo meramente subjetivo. Uno puede decidir o sentir que confía en nosotros con independencia de nuestros actos, incluso de nuestras características. Las personas pequeñas confían en los otros, digamos, por defecto, a no ser que las circunstancias en las que estos otros se les presenten, sobre todo en un primer contacto, les hagan sentir manifiestamente incómodos; de lo que podríamos extraer que confían siempre que su estado natural, en tanto que habitual y preferido, no se vea alterado. Esto, mucho temo, tienen una razón socio-cultural. Con ello no quiero decir que la psique humana es este
momento histórico no permita que esto sea así, sino sólo que el factor que determina que esto sea así y no de otra manera es socio-cultural. Al principio de toda persona, cuando se es un bebé, por sus capacidades uno debe lo más valioso que conserva, su vida, al cuidado de los otros. Para responder a esa necesidad ahí está su madre -¡ya ven, somos mamíferos!- y su padre; y sus hermanos; y sus tíos; y sus primos y primas; y la enfermera o el enfermero; y el médico o la médica; y aquella señora que jugó con él o ella en el parque y le hizo sentirse tan bien; y casi todos los demás seres humanos de su entorno; e incluso muchos de los otros animales. Pero esto podría no ser así y si el bebé sobreviviera podría personalizar uno de estos raros casos en los que uno es completamente desconfiado, individual y marcado por una serie de traumas emocionales que le hagan muy poco apto para la vida social; en el más oscuro de los casos.

 La pasión, aunque es tentador utilizarla como reproche a las personas grandes, el incluirla en esta categorización de aquello que las personas pequeñas pierden para ser personas grandes resulta muy ingenuo y supondría un problema para esta investigación. Hay muchas personas grandes apasionadas, la pasión no siempre es algo beneficioso para quien la siente ya que este motor emocional nos lleva a un estado enajenado y exaltado en el que uno puede tratar de autodestruirse; o incluso conseguirlo. La ingenuidad es propia –o al menos cercana a- de la falta de conocimiento general del espacio físico y social en el que uno se encuentra y no, sostengo, nos es útil para la diferenciación que enfrentamos.  
Sin embargo, sí que somos certeros con la ilusión. Ésta, creo, es la emoción central de aquellas que reúno: es la que determina la manera en la que las personas pequeñas se enfrentan al mundo. La ilusión depende en grado muy alto de la confianza. El mundo en el que uno vive es como es en gran medida por las personas que lo pueblan y el mundo de uno, en tanto que me refiero al mundo en sí pero solamente desde su perspectiva, se conforma tanto en su cabeza como en su experiencia por la interacción con los demás seres con los que se cruza. La ilusión ejerce como motor de la vida y de los proyectos de uno en tanto que éste confía que todo –o gran parte de ese todo- vaya bien. Un motor vital, según lo contemplo, es aquella emoción que empuja a uno a continuar haciendo algo; o a iniciarlo, en el caso previo. Al contrario que en lo ocurrente en la depresión, uno no duda, no se cansa y convierte la sucesión del intento y el error en una mezcla homogénea llamada continuidad. Con la ilusión el motor se traduce y se impulsa en la confianza en un porvenir favorecedor para un mismo. Muy diferente de la esperanza, la cual tiene una parte muy importante de resignación respecto de la situación presente. La ilusión permite una visión del mundo que favorece la consecución del hecho que se espera ya que la forma de enfrentarnos a las circunstancias que ocurren en la sucesión de presentes que es la vida de una persona se define por la atención a las nuevas oportunidades y el empuje necesario para saltar al vacío que normalmente representa tratar de aprovecharlas para uno mismo.  

La ilusión de las personas pequeñas es muy característica. No quiero decir que las personas grandes no sientan ilusión, ni que confunda su esperanza con ella, sino que no la sienten de la misma manera. Las personas pequeñas sienten ilusión de una forma continuada y general, en tanto que se extiende a todos los aspectos de su vida; a todo lo que les pasa y esperan que les pase. Este grado y modo de sentir ilusión les aboca irremediablemente a la sorpresa y a la desilusión; lo que desvela uno de los caminos que podremos seguir respecto de la segunda reformulación.

Tanto la confianza como la ilusión son emociones que se dan en el estado natural y habitual de las personas pequeñas. Este estado, respecto de las personas grandes –la gran mayoría de mis presumibles lectores-, de exaltación continúa. Uno de los factores a los que se enfrentan la mayor parte del tiempo es la novedad pero ésta es afrontada, no desde la sensación de incomodidad y desasosiego que provoca la inestabilidad, sino desde la calma y la comodidad que motivan la confianza y la ilusión. El miedo existe, claro, e incluso su presencia es mayor y más condicionante pero aparece, digamos, en su forma más pura, con lo que quiero señalar que el miedo que sienten las personas pequeñas no está guiado ni contaminado por experiencias negativas anteriores por lo que se manifiesta sólo como mecanismo de autoconservación y no como sustento de las fobias. Así este miedo, hasta la presencia de experiencias negativas, aunque sea completamente irracional es el racionalmente más preferible, ya que sólo se muestra cuando realmente es pertinente; esto si confiamos en la necesidad y característica de pureza de nuestros instintos. Un bebé no es que se permita confiar con ilusión en las cosas nuevas, adquiriendo la perspectiva más preferible en el caso de que realmente estas cosas sean merecedoras de su confianza y propicias para aquello que espera, es que si está cómodo y en su estado natural –no alterado- no responderá de una manera distinta.  


El bebé no es el estadio de la vida de los humanos que recoja el conjunto de las personas pequeñas, pero sí es este estadio donde no hay lugar para las personas grandes, por este hecho encamino mi investigación desde él, no porque sólo los bebés sean personas pequeñas, sino porque en todos los demás estadios de la vida de una persona si puede ser ésta una persona grande. La persona pequeña ve y accede a un mundo hinchado, colorido, brillante y chillón, lleno de curiosidades y sorpresas, aderezado con amor, felicidad y una comodidad que se extiende a todo, tanto respecto de lo interior como de lo exterior, sólo abrupta y deformada por el relieve ocasional de las nuevas emociones. Y esto, sostengo, se debe a cómo recibe el mundo desde un punto de vista emocional. La confianza y la ilusión favorecen y producen las condiciones necesarias para que este estado y el mundo que encuentran como resultado de la influencia del estado del observador en lo recibido desde su facultad de observación se produzcan.  

Por todo ello puedo afirmar que principalmente lo que pierde una persona pequeña cuando comienza a ser una persona grande es la confianza y la ilusión en sí mismo, en el mundo que puebla y en las cosas que en él ocurren. Para la siguiente reformulación de la preguntan que nos ha llevado aquí -¿Qué es aquello que diferencia a las personas grandes de las personas pequeñas?- mucho me temo que voy a necesitar un nuevo artículo, así que no desesperen, mediten lo propuesto y buen mes tengan ustedes.

Carlos Esteban González

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