La habitación mas aburrida del mundo.

“Sin que me diera cuenta, me agarré a la falda de una mujer de nuestra casa que se encontraba mi lado. Estaba 
dispuesto a salir de allí con cualquier pretexto. (Desde aquellos tiempos, ésa ha sido siempre la actitud que he 
adoptado al enfrentarme con la vida. Ante aquello que he esperado con excesivas ansias, (...), lo único que puedo 
hacer es huir.)”
Yukio Mishima, Confesiones de una máscara.

Tejado

Ven, ponte aquí, me dijo, mientras, cogiéndome del brazo me acercó hacia sí, para después
sujetarme la cabeza con las dos manos, guiando mi mirada hacía un punto, para mí invisible,
del alrededor. ¿Ves ahora lo que te digo?, preguntó con un tono de paciencia y espera. Y allí
estaba, la cabeza de aquel animal, como flotando en medio de su cubículo, recortada por la
fracción de pared que lo separaba del espacio contiguo, en el cual otro de estos caballos
permanecía con su cabeza desaparecida, comiendo del suelo, mostrando sus cola y pareciendo
que en una torsión antinatural había atravesado la pared.

Ves como sí era un caballo atravesando su hueco. Y tú ahí, seguro que sí, justo aquí hay uno de
esos que cruzan paredes, ¿cómo lo llaman? ¿un caballo fantasma?, para ti sola, no te... y ahora
que lo ves con tus ojos te toca creer. Su imitación de mi voz era pésima, pero razón no le
faltaba. Llevaba toda la mañana bromeando y ya mis defensas eran vagas y desganadas, me
cogió mirando a una esquina de aquel suelo de tierra y paja, yo levanté la cabeza, aún sin
sacudirme mis pensamientos y sólo vi la cruz del segundo animal y la pared que delimitaba su
espacio. Esa era mi posición al respecto de lo que parecían los hechos, ni mucho menos
objetiva ni omnisciente, pero era la mía, aquella en la que me hubiera montado hasta el fin del
trance a no ser que ella me hubiera sacado de punto de vista, mostrándome su verdad desde
el filtro necesario para comprenderla tan radicalmente real como lo hacía ella, el suyo propio.

La Azotea

Mis cosas se amontonan en la oscuridad como si trataran de ocultar las estrellas. Quizá llamar
a ese conjunto de desperdicios de mi pasado mis cosas era algo desmesurado. Pero tan poco
era insignificante, quizá ese sea el sentido de la memoria de lo rechazado, ese ¿te acuerdas de
cuando salimos de allí con un calcetín en los huevos?, que rebota en medio de mi vergüenza
cuando caigo de bruces contra la pared que preserva el recuerdo de ese día. Soy todos mi
yoes, pero, ¿todos? Quizá en un arrebato de banal pureza me haya considerado, nos haya
considerado a todos, el fin del suceso de todos nuestros yoes hasta este momento presente,
como una maravillosa solución de procesos errantes e infinitos que produce el ser vibrante y
resuelto que hasta este ahora somos. Pero, no somos la serpiente infinita que guiaba al
velocísimo Rey Lagarto, somos, también, lo que quedó de nuestros giros, lo que rechazó el
envite contra todas nuestras paredes, somos la mierda que con suerte a veces libramos, pero
que igual mancha nuestra sucesión de ser. Somos la mirada perdida que para nuestro tiempo
veloz y cruzado, buceando entre los rincones más odiados, trayendo, como un perro infantil e
indolente la cabeza de nuestra mayor vergüenza, aún goteando sangre, al medio del salón,
ocupando de horror y pasado el centro de la sala, sacudiendo nuestra felicidad desde sus
cimientos.

Quizá no quiera llamarlas mis cosas pero no por ello van a dejar de ser, ni de alojarse en mí.



Habitación para dos

Ahí fuera el mundo luce
y las vueltas no cesan.
Ahí fuera no eres tú nadie
y a nadie te debes, corre,
gira y cae libre, si es lo que quieres.

Ahí fuera es fuerte la corriente,
nada que no se pueda remontar,
si lo quieres, pero hoy el sino
decidido es fluir con el río,
volver a volver a volver
al rincón ya no colmado
y corrompido, vacío y sin sentido.

Ahora son tus sones objeto
de propiedad, tus caderas
y sudores cantos de sobriedad.
La cordura se revela como la
más fiel de las locuras, hoy
no tienes más carretera
que de piel sus curvas.

Eran del ahora el naranja y el rojo.
Feliz estás de acabar y volver
a ser dueño de ti, de nuevo.
Llanto ahogado que predice el duelo.

Pasillo

Sueño y no lo estoy,
gigante, pequeño y cómodo.

No me importa ensuciarme,
bañarme en mis emociones,
sangrar todo el rato inundando
estas habitaciones. Correr desnudo
aullando mi dolor, mi rabia,
mi pena, mi ilusión, mi amor,
mi alegría, mi vela, mi son.

Caminos de improvisación
dibujan mis pasos, pero,
olvidé centrarlo mejor.
Todos ellos tras de mí
son borrados,
nunca serán recordados.
Ellos lo saben, yo lo sé,
hay que morir para nacer
.
Sí, es azul, casi blanco, mi frío,
pero es cálido porque es mío.
No congela cuando lleva mi río,
aún así, no nos quiere, no le guío.

La Escalera

Son mis tobillos de éste mármol. Son mis rodillas mis ánimos templados al retirar del
chasquido agudo de la llave, de la puerta, que cercena mi libertad y se cierra. Recuerdo de
primer grado, el pasillo ya se fue, olvidado. ¿Qué hace esa silla de ese escalón enmarcada?
Contraigo cansado mi mirar, se cae al suelo y vuelve, del recordar, una silueta perfumada. Es
verdad, esa silla estaba ocupada. No se me pierdan, si aún me siguen, comencé subiendo, pero
no olviden conmigo, bajamos. De la azotea he escapado, miro a la derecha, del caer de gotas
muertas en blanco cuelga un cuadro. La luz no nos aguanta, donando el negro a todos por
igual, menos tú, borracho cristal, tú brillas en soledad.

Nada olvida el que no recuerda, suave, que se multiplican las cuestas. Son mis pies descalzos
caricia de verano, evitando el calor, evitando el pesado. Crujir que unos pierden, solo se
recupera. Rompen la noche y su sopor mis huesos, clamando por primavera. Muerde mi cuello
y aguarda mi espera, no conozco tu hueco pero la curva ya llega. De rectos rectángulos a
triángulos que no pesan. Resbalo prevenido, riesgo que siempre está en cuenta, agarro mi
gravedad al suelo, quien en silencio me reza. Y ahora que mis ojos ya no resbalan y el negro
abrazan los colores se arrancan de su noche, luz que te cuelas por los barrotes, que me llevas,
que me lanzas a soñar con salir y cruzar el porche. Pero más rápido que mi ser rebotando el
suelo vuela libre mi cabeza, pero ahora vuelve, pero ahora presa se estira recorriendo su vera,
los brazos, el pecho, mi vientre, las piernas, todos los recupera; el siguiente escalón ya llega.
Hundido en un mundo que cambia, con el giro, las cosas se descuadran, miro a la izquierda,
devuelve el canto un cuadro de dorado y verde, coronado y surcado por infinidad de colores
que duermen. Barandilla bien amada, he tenido que dejarte, no porque ya llegue y te 
abandone, sino por todo el ruido que tú haces.

El Salón 

Vivo en la casa más aburrida
del mundo, vivo dentro de mí
sin sensación de futuro. Vivo
y caigo rodando por las escaleras,
a ver si en lo pasado ya no hay esperas,
a ver si ya se derrumbó el mundo.

Vivo en la esquina más alejada
del siento, mi calma,
de frío invierno,
mis labios, ya, carne de cuaderno;
se me olvidó como paraba ella el tiempo,
ya ninguno sabe contar cuentos.

Mi alma, antes dorada y altiva
ahora, de seguro, se figura en el hueco
que llevan con orgullo los viejos,
que nos lleva a seguir corriendo a los nuevos.
Indolente aura de vanidades,
amante incasable de sus despertares.

Fecunda el aire mi pensamiento,
torrente naranja que quiebra 
el lugar de las antiguas alas,
cruza e inunda mi espalda,
no llega al suelo, no lo busca,
gira con furia, contradice la norma,
cae hacia arriba, rebosa la horma.

De estos ojos que se vacían,
de nada se conforman,
de tu, su, mi mirar se llenan
pero nada conservan,
ni luz, ni marrón de presa,
ni azul, ni naranja de pureza,
de calor, de tú sol, de mi viva estrella,
que llena el techo que pesa,
el techo que se separa del que reza,
del que en la esperanza vive
y muere de la primavera.

Es mi cuerpo, ya, camino
sin sino, sin vaso, sin certero
creador ni creado,
es mi cuerpo improvisado,
buscado por igual que encontrado,
lejos del equilibrio
pero muy bien vacilado,
de duda pleno
y seguro de lo acordado,
sinsentido precioso,
lleno, veloz, amado.

La Cocina

Rabia que este pecho acuna, revolución de sus entrañas, velocidad antes aplastada. Fuego que
comenzó pequeño y de olvidar perdona no tener cuerpo. Calor que faltas en otros, de mí eres
dueño. Dientes que no sangran hace ya tiempo, clamor de mil batallas que nunca sucedieron.
Duda que ocupa el hueco de la puerta, se apoya en la jamba. Recuerdo de aquellos momentos
en que nadie pensaba. Fuego que el color sonrosado atrás deja, el aliento rompiendo mi
esternón y mil costillas, la alergia al mundo que lo rodea. Fuente de giro y derrumbe, muere
igual que consume, pero nada ya importa, no hasta que descanse la aorta. Torrente que nunca
cesa, impulso de vida que retumba y rellena.

Mayor se hizo y gilipollas vuela, reza el cartel que enmarca la puerta. Descolgado, roído, de
todos los fuegos presa. Desaparece siempre, cuando las visitas llegan. Siempre son iguales los
principios que nada dejan, siempre rodando por el suelo, por el suelo en el que luego la
habitación para dos recuerda. Del morder, del sudar, del correr, del matar, del vivir, del
sangrar, del joder, del gritar, de suicidar, del respirar, de tranquilizar, del mirar, del de muerte
amar.

Sucia siempre, no es lugar para la cordura, la azotea se provee de lo que era la alacena, todo es
la misma casa que se llena, que se llena del derramar del improvisar, de tu mirar.

El Patio

“Vivo en un país libre,
cual solamente puede ser libre
en esta tierra, en este instante,
y soy feliz porque soy gigante.
(...)
Soy feliz,
soy un hombre feliz,
y quiero que me perdonen
por este día
los muertos de mi felicidad.
(...)”

Silvio Rodríguez, Pequeña Serenata Diurna.




“Todos los días cruza zumo de naranja mi boca hasta mi centro, todos los días cruzan mi puerta infinidad de cosas, 
pero hoy, sólo hoy, lo he visto entrar con toda su fuerza; imagen tan poderosa que casi en el suelo me deja.” 

Carlos Esteban González

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