I
Su estrella volvió marcada,
cuando llegó a la luz
todavía no era nada.
No hubo una primera bocanada
de vida y aire,
no hubo llanto que cruzara el suelo.
Al amanecer del primer día
continuaba muerto,
yermo, tendido sobre el Abuelo,
pero seguro, pero resuelto.
Sea por el sol,
sea por el viento,
cayó su velo,
son, ahora, sus ojos negros.
II
No fue de oro la primera
embestida, partió su pecho al medio,
de furia, de ira, de vida,
inundando su sino de muerte;
pues ya su alma sabía
que nada es para siempre.
Su cuerpo de él no era,
tampoco su razón rea,
propia del sentir del suyo invierno.
Sube y baja su cordura,
cediendo su costilla a la ola,
uniendo su ser al mar,
llenando de sal su aliento.
Todo cambia en el movimiento,
pero fue lento y duro el apoderamiento
de su ser, su sentir, su pensar,
su respirar, su ver y de su cuerpo.
III
Como desde el sueño más desamparado
cayó en el mundo nuestro pequeño
amasijo de voluntades y quereres,
de caminos, de quién eres, de soy el viento.
De su lucha contra la gravedad
no hay registro ni cantata,
de su vencer contra el infierno
no hay letras en muros grabadas,
pues todo sale de sí
y lega su pasado al tiempo
cuando acaba el invierno.
IV
No sonaron trompetas de aleluya,
no cruzaron los rayos de luz su cuerpo,
pues cuando tomó conciencia de estar vivo
dejó de ser uno con el Abuelo.
Y comenzó a caminar en todas las direcciones
y comenzó a ser en todas las derivas,
mucho tiempo había de pasar
hasta que parara su veloz derramar,
para que posara su rostro en la piedra
y solo y desnudo se sintiera,
vacío, desarraigado, sinsentido y frío.
Pues de su arduo desentierro
todavía portaba señales,
pues de su desunión
no lleva recuerdo,
pero sí agujero.
V
Aquí está con su cuerpo recio,
surcado del tiempo, de la vida,
del aliento de los otros que lo cruzaron,
que lo aman, que de muerte lo hieren,
que lo quieren, que de risa lo abandonan.
Ahora se ahogan en sus alas,
de oro llenas, de sol, de las mil leguas,
de tierra, de saliva y carne,
del baile en la roja cama,
del calor del brillo del sudor,
del amor que desde la atracción surge,
de la suerte que a la muerte elude.
Hinchado de vida y pleno de recuerdo,
necio, suicida, parado en medio del quiero,
agachado, apartando su mirar del puedo,
vistió su mejor sonrisa y se dijo a sí mismo
“he muerto”.
VI
No es la muerte mentira,
no es de espejo el averno,
no son sus ojos sin vida,
no por su deseo se apagó su aliento.
Muchos son los que en primavera,
si haber conocido nunca el verano despierto,
bajando su cuello miran atrás
buscando el viaje de seda y madera,
cerrando su sino a su habitación sola,
quizá a otra salida de su centro.
Pero volver es un verbo fuera del tiempo,
posible sólo en su espacio, con su cuerpo,
si se le da, como se le concede,
el favor del giro, de la caída que acaba en salto,
el poder ser cuando el ser se ha acabado,
muchos han de caer antes que él
para que pueda desperdiciarlo.
Así el aire se agarró a su pecho,
colmando el músculo de vida desesperada,
así la sangre brincaba de sus heridas,
todavía fuerte, todavía viva.
Todo su ser le negaba el viaje,
pues no es de tierra sino de segundo
y estos no dudan, no vacilan,
no caen como hombres,
sólo se suceden reproduciéndose,
llenando el mundo de vidas,
apagando las que acaban a escondidas.
Su vida no es suya,
la muerte no es mentira.
VII
De este trance extraemos hasta diez años,
confusos, preñados de verbo
y velocidad, inundados de dudas,
de amores vacíos, de carnales llenos,
de mujeres, de blancos pelos, de brillos
y destellos, de ti, de mí, de ellos.
No sea una vida pródiga,
no porque no la acompañe su sino,
si no porque su dueño no era
hasta que acabó la primavera
y se notó bien formado el verano,
hasta que el ocaso de su día se produjera,
descubriéndolo en medio de la noche.
Su vida es de su cuerpo
pero él ya no lo era,
uno con todo, sin necesidad de sentido,
necesidad que lo desune
en la distancia del pensar sistemático,
en el ámbito que sin justicia se crea
de todo lo que se cree necesario.
Corre y huye de todo a su vera,
su corazón no comprende, de amar no cesa,
su cabeza rehúye y ya mira desde las almenas,
su castillo, su coraza, así de todos le protejan,
pero el verdadero cariz de su fortaleza
es incapacidad manifiesta,
no buscó estar solo, pero todo por ello deja.
VIII
Uno no lo sabe cuando llega,
no sabe nada,
pero nada necesita.
Instinto lo llaman,
la acción sin sombra de duda,
el hacer por sí mismo,
el ser yo el movimiento y él viento conmigo.
Precioso regalo la memoria,
pero nuestro amasijo ya comprende
que el camino que pierde por buscarle
no llega, ni en ahora ni antes se cuelga,
los recuerdos para quien mañanas cuenta.
Así sea que su cordura se vuelva suelo,
caiga como fruta madura y se dé en río,
señale la tierra con su vida al pasar
creando camino donde sólo había caminar.
De su cuerpo,
de su mirar,
de su ser
que uno es y cae,
cae donde ya no hay nada,
allí donde nada posa
y todo cabe,
ahí es, donde
empezaré a andar.
IX
Dos vueltas
y nada le vuelve,
sonríe gigante,
llegó antes de que le llevaran,
ya vive del agua.
Rota su garganta,
huida su voz,
corren sin sino sus
otras partes,
la cabeza cuelga boca abajo
pero dentro,
al fondo del cuello,
abierto está su corazón
que rebosa inundado de tanta luz.
X
De qué vale todo este cuerpo
si se cae cuando mi pecho resuena,
de qué tanto camino si ahora,
de nuevo, tendido a la espera.
Ya no miró entre la reja,
ya sabía lo que iba a encontrar,
su cuerpo, su vida,
se estaban por acabar.
Él, ahora unido,
junto y seguido,
sentía el reloj marchar,
batallones de tic tac,
reposando el campamento
en su espalda;
ninguna guerra
llevó consigo vida.
Pero -bendita palabra-
guardaba algo de luz para el final,
de cuando no la comprendía,
de cuando no ardía y nada seguía,
de cuando era preso de sí
y sus ojos crueles ventanas.
Abrió de última vez su pecho,
calló, redondo, por el peso de todas.
De sal se llenaron las esquinas,
de arena y agua las paredes,
son los techos tan sólo una estrella,
pues no necesitó apagarse
para entregarse a sí entera.
Carlos Esteban González
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