El fuego ardía como un fénix envuelto en llamas que acaba de resurgir de su estéril letargo y en el centro de la gran chimenea dos troncos de madera de pino se blanquecían por la lengua del pájaro mitológico que volvía a cenizas aquella robusta materia. En la lumbre centelleaban pequeñas ascuas tras las suaves explosiones de dolor de aquellos miembros inertes. Sentado en mi viejo sillón de colores rojizos observaba como aquellos destellos iluminaban por momentos la oscura habitación donde aún conservaba mi colección de cuadros de imitación. Mirando fijamente a la lumbre y sosegado por el hermoso lamento de las brasas, mis arrugados y ya cansados párpados llegaron a cerrarse. En aquel momento la oscuridad dominó por completo el habitáculo de la imaginación y tras un leve movimiento para acomodarme en el arcaico asiento comenzaron a poblar las entrañas de mi mente ilusiones, misteriosos espejismos, extrañas y lejanas sombras y espeluznantes espectros de la noche.
En una de mis pesadillas hallábame sentado, como es habitual, al calor de la hoguera en mi renqueante butaca. Todo parecía estar tranquilo en aquella noche: el anciano roble de la ventana movía sus fuertes brazos al compás del sonido del viento que soplaba con el habitual silbido atronador de cien flautistas tocando a destiempo una nota lenta y amarga, el cuervo de alas plateadas que vive en su tronco graznaba como si anunciara el Apocalipsis, las ventanas rugían y temblaban ante el poder del tétrico ocaso y la luz de la luna proyectaba retorcidas sombras en la pared de mi salón. El silencio en la habitación estaba tan ausente como de costumbre aunque, parándome a mirar un momento el familiar ambiente que me rodeaba, percibí la
presencia de una extraña figura que me dirigía su mirada desde el fondo de la siniestra sala, justo debajo de aquel terrible cuadro en el que un demonio malévolo rodeado de madres desamparadas absorbía las almas de sus pequeños hijos entre una nube de vampiros alados. Aquella infernal figura portadora de vastos cuernos, semejante al demonio de la pintura, avanzaba hacia mí con una expresión carnívora, grotesca,
cruel, amenazante… Sus ojos eran negros y desorbitados, su pelo erizado se extendía sobre sus afilados hombros y sus enormes fauces mostraban un ejército de afilados incisivos de un color amarillento y teñidos de delgados hilillos sangre. A medida que se acercaba a mí, mis extremidades tiritaban cada vez más, presas de un pánico agotador que turbaba todos mis sentidos como si un gran martillo hubiera golpeado en la lápida
de mi sepultura. Aquel ángel del infierno venía a por mí con un aire tormentoso, diabólico, propio del monstruo que habita en mi interior, e incluso parecía estar disfrutando con cada paso que daba hacia el acogedor lugar sobre el que yo me encontraba…
En aquel instante una inefable sensación se apoderó de mí pensamiento y como un destello luminoso en el lóbrego salón fui expulsado de aquel perfecto sueño. Como la exhalación de un suspiro me levanté del monótono asiento y apagando las últimas cenizas que aún resplandecían busqué en la inmensa repisa de mármol algún objeto portador de luz.
Habiendo encendido la polvorienta vela de cera blanca con la única brasa que quedaba encendida me apresuré a sentarme en la solitaria silla cercana a la espeluznante creación de Goya y arrimándome a la enorme mesa de tortura china datada del siglo XIII donde un sencillo frasco de tinta, una pluma de cuervo y un trozo de papiro me esperaban comencé a escribir aquella espléndida pesadilla:
Del infierno ha llegado
con retorcidos cuernos
y con los ojos del diablo
en mis sueños fue proyectado.
Mi fría mente ha visitado,
resucitado entre los muertos
como el pájaro inculto esclavo
del cielo y de los vientos,
mi cruel y altivo hermano
a Satán él ha abrazado.
"La fantasía, aislada de la razón, solo produce monstruos imposibles.
Unida a ella, en cambio, es la madre del arte y fuente de sus deseos.”
Francisco de Goya
Ernesto Rodríguez Vicente
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