Me visto con mis mejores garras para ir a visitar la casa del poder; la sucia guarida
en la que el amor no existe. Camino por interminables corredores que me conducen
allí donde las sombras hablan de lo que no se puede hablar y donde ven lo que no se
puede ver. Llamo a la puerta de mármol blanco dando poderosos golpes que retumban
en mi pecho que ya no es de nadie. Una mujer sin rostro me recibe. Me invita a pasar.
Me tira los trastos. Trata de seducirme.
Hace tiempo que me codeo con el poder porque su odio es el mismo que el mío,
aunque no tanto su dolor (ya que mi dolor lleva su nombre (y pronto el suyo llevará el
mío)). Charlamos animadamente pero él no me deja ver su cara y yo me enfado y grito
y gesticulo, pero todo en vano. Me pide que le cuente mi proyecto que es el proyecto
de un loco, y yo le hablo sobre mis ganas de destrucción y sobre mi dolor y sobre mi
odio que también es el suyo. Le miento diciendo que mi destrucción y la suya pueden
ir de la mano mientras me muerdo el labio y cierro con ira los puños. Porque la ira
está, pero no se puede ver tras los interminables corredores.
Charlamos animadamente y llega incluso a coger confianza conmigo; me cuenta la
desgracia que tiene en casa, con un hermana que nunca, nunca quiso ir a la escuela
y que ahora vive de las calles. Reía mientras lo contaba y yo me asustaba. Solo más
tarde descubrí que su hermana es la pobreza y que fue él, maldito hipócrita, quien la
extorsionó hasta el punto de borrarla la vida. Me dan ganas de saltar sobre su triste
figura pero recuerdo que la mía es más triste aún. Parece que se ha dado cuenta y me
mira, sin ojos, desafiante. Fuera aúlla un lobo y veo al poder estremecerse.
Me disculpo con mucha educación y preguntando por el baño, porque esto de beber
vino de cartón es una tortura para mi estómago. Río. El entiende la broma y asiente.
La mujer sin rostro me acompaña por los interminables corredores y sube delante de
mí las escaleras. Sus curvas son paisajes para mi trágico semblante. Cuando llegamos al
baño la empotro contra la pared porque por fin la he reconocido. Hacía tanto tiempo
que no me acostaba con la poesía que ya olvidé quién era y para qué servía, si sirve
para algo. Ahora me evita. Dentro de un rato rogará por su alma.
Unos cinco minutos después vuelvo al salón donde el poder me espera bebiendo
directamente de la botella de champán. Parece que le ha dado tiempo a
emborracharse, al muy cabrón. Apuro mi copa e invento una historieta para poder
disimular las ganas que tengo de pirarme y se lo cree. No me acompaña a la puerta
porque apenas puede caminar, así que me despide con un crucifijo en la mano,
insistiendo en que me lo quede.
Lo cojo con fingido interés pero después lo dejo en el portal porque huele a falsos
mitos y tengo alergia a los conceptos vacíos. Yo no puedo bailar encima de este
crucifijo.
Ya estoy lo suficientemente lejos. Y cerca: ya sabes, querida, vivo de la sangre.
Alguien me dijo un día: “Acabar con el poder y sus extraños instrumentos de tortura y
sumisión lleva consigo el sacrificio de la poesía.”
Que así sea.
ACTIVO LA BOMBA.
Eduardo Gutiérrez Gutiérrez
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