THERE´S A LONG WAY TO THE TOP

Carlos Esteban González

There´s a long way to the top if you wanna rock´n´roll, que cantaba Bon Scott, aunque para algunos el hecho de que haya un largo camino hasta la cima es lo que les obliga a alcanzarla.  

En alguno de mis viajes paré en la estación de autobuses de Santander, disponiendo de algo de tiempo entre el bus que me dejó allí y aquel que cogería haciendo transbordo. Aunque no recuerde a ciencia cierta el motivo o el destino del viaje, ni, incluso, a mis acompañantes, sí recuerdo que era hora de comer y que decidimos caminar para ocupar la espera y comer mirando al mar. Compramos algunas cosas en un supermercado cercano a la estación y dirigimos el paso con lo necesario para hacer unos bocadillos y los equipajes. Ya cercanos al puerto, pero desconociendo este hecho, nos cruzamos con un señor al que le adjudico ahora en mi recuerdo unos treinta, treinta y cinco años, moreno, tanto de piel como de pelo, de rasgos que mostraban enfrentarse habitualmente a las inclemencias del tiempo y con uno aro de oro en la oreja izquierda. Este señor apareció en la enésima esquina que dudábamos sin doblar y, no recuerdo si porque le preguntamos dónde quedaba el mar o por su iniciativa, comenzamos a hablar. Tuvo a bien comentarnos que era extranjero y  que allí en Santander marino, mientras nos pedía dinero para ayudarle o algo de esa barra de pan que asomaba de entre las bolsas que llevábamos. Con el pan en la mano nos contó que a los marinos que cruzaban el mar se les permitía agujerearse la oreja como mérito distintivo de su hazaña, colocando en la ausencia de carne que ahora mostraba el lóbulo un aro de oro como el que él llevaba. Desconozco que fue de él más allá del momento en que conseguimos escapar a su presencia, y, comprobando ahora la leyenda, parece que este aro de oro decoraba las orejas de los antiguos marinos no como mérito por la dificultad de su trabajo, sino más bien por su peligrosidad. El aro de oro, además de decorar su oreja, servía al marinero como seguro económico. Al ser un pendiente, era más probable que esa cantidad de oro no se desprendiera de su cuerpo y se perdiera, como previsiblemente ocurriría con un collar, pulsera o anillo, y, si el marino o pirata fallecía en el naufragio, servía para cubrir los costes de su entierro, o, si sobrevivía y despertaba en alguna playa desconocida, podría servirle para empezar de nuevo. Igualmente, aunque ya entrando en el terreno fantástico sin ningún reparo, se dice por ahí (1) que entre los navegantes de toda índole se extendió la idea de que sólo aquellos que hubieran cruzado con éxito el Cabo de Hornos tenían tres
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  1 La presumible señorita Trenzas en el blog Una carta para ti, en su relato El pendiente del pirata.
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derechos inalienables: podían permanecer cubiertos en presencia del Rey, podían orinar al viento y podían ponerse un pendiente de oro.
 Sea o no esto verdad, sigamos a lo fantástico. Si el aro de oro, que en nuestra época podríamos conceder de cualquier otro metal –habría que ver ahora a dónde lleva un aro de oro a un cuerpo, vivo o muerto-, es la muestra de haber cruzado y vivido para contarlo un mar, cabo u océano, yo vería igual de legitimado a aquel que haya decorado así su lóbulo como mérito por haber cruzado un libro y haber conservado lo suficiente de sí para volver y poder contarlo. Habrá quien considere que el ancho de un libro no se puede comparar con el ancho de un mar y cierto será que tal conciencia se deba a que no se ha acercado lo suficiente a libros como el archiconocido Ulises de Joyce o al no menos temible Porno de Irvine Welsh; y, también, porque habrá olvidado que, al menos, el mar se cruza en barco. De lo que no creo que no quepa duda es de la similitud en la profundidad, pues el océano más profundo aunque difícilmente imaginable tiene una profundidad medible, siempre mucho menor al radio del orbe terrestre, pero muchas de las obras que rodean las costas del caminar singular y la ignorancia presentan una profundidad absolutamente inimaginable, aunque los más experimentados lobos de tinta puedan llegar a pensarla. Una profundidad tal que necesitaría de varias tierras seguidas para albergarse físicamente; sino pregunten por ahí cuantísimas barcas de pesca, veleros, goletas, galeones y flotas enteras se han tragado sin piedad ni reconocimientos las oscuras aguas de La crítica a la razón pura.

 Pero leer sin ningún propósito más allá del entretenimiento o del conocimiento carente de objetivos, se parece más bien a los paseos que modernamente se dan en curiosas embarcaciones motorizadas sin perder nunca de vista la línea de la costa. Cruzar así un libro, dentro de lo que les busco decir, se parece más bien a ser pasajero en un crucero, si el libro es largo, o a ocupar el mismo puesto en estos barcos que hacen las veces de puente en ciudades cruzadas por el agua, como lo es Ámsterdam. Para ellos, y discúlpenme, pues de seguro todos pertenecemos ocasionalmente en ese grupo, no escribo este artículo. Mis palabras buscan más bien retratar la situación de todo aquel bucanero o corsario, dependiendo de su lealtad, de las palabras. Para todo aquel que trabaje con ellas y conozca en sus propias carnes las aventuras y desventuras que uno puede sufrir cuando realmente se enfrenta al océano que es el pensamiento de cada autor, sin olvidar la oscuridad de las aguas que moran su propia cabeza.


 Pues un marino sabe que la tierra suele guardar más calma que el mar, pero igualmente sabe que no podrá evitar volver a surcar sus olas. Cualquiera de nosotros sabemos que al levar anclas y comenzar a dejar atrás el puerto de la ignorancia a lomos tan sólo de nuestro genio y curiosidad, por la propia naturaleza del viaje nos vamos adentrando cada vez más en aguas completamente desconocidas, de las que no podemos alcanzar a imaginar las tormentas que albergan, ni la bravura de su olas, ni la fuerza u orden de sus vientos, ni, siquiera, si encontraremos en ellas tierra alguna; incluso en el presumible final del viaje. Pero la temeridad debe de ser la bandera, pues aún con esta consciencia emprendemos el viaje. Muchos son los que quedarán en el camino, y aunque no les espere la muerte, sí permanecerán en un limbo inundado por el sentimiento de enorme pérdida que lleva a uno a abandonar, un limbo que irá borrando las huellas de su viaje desde el punto en el que abandonó hasta que, ni en la propia memoria de quien abandonó, quede constancia alguna de su viaje. Este es un precio alto, más aún para aquellos que emprenden cada viaje por propia pasión, pues la misma pasión que les lleva a despreciar la quietud de la ignorancia, será aquella que desgarrará su barco, aun cuando la tormenta que consiguió que cediera ya no azote su cubierta.

 Al igual que el marino, aquél empeñado en dominar la altura que ofrece el hombro de los gigantes pasados, una vez que se encuentra en medio del océano nada puede hacer para salir de él más que continuar. Al marino le atrapa el espacio, pues una vez inmerso en el sin fin del azul, su tiempo de vida queda determinado por el tiempo que puede permanecer en el agua sin necesitar arribar en tierra y, una vez más allá de la costa, volver es igual de incierto que seguir, siendo lo primero enormemente más deshonroso. Al bucanero de tinta le atrapa su corazón y tozudez. La misma que le ampara frente a la adversidad, le atrapa en ella.  Una vez inmerso en el océano le es aún más imposible volver que al marino, pues su costa, libre de las tempestades y los tesoros de ese concreto océano, es la ignorancia, la cual no es sólo contraria al conocimiento, incluso al más difuso, sino también excluyente. Si está en medio del océano es porque lo ha surcado, lo ha visto, lo ha vivido, y dado que la mayoría de la realidad de estos océanos es intangible, tales hazañas no pueden deberse, sino, a que lo ha representado en su cabeza, y ello sólo puede tener lugar gracias a que sabe de él y puede llamarlo y elevarlo a su presencia. Entonces, si el bucanero de tinta tiene tantísimo poder sobre los océanos, pues es capaz de hacerlos aparecer a su voluntad ¿qué peligro puede amenazar tan privilegiada posición? Mucho me temo que una de las capacidades del hombre más indisolubles de la curiosidad: la duda. Sinceramente, y aunque pueda parecer extraño, considero que este es uno de los más flagrantes casos de traición. Una de las mejores armas y la más fiel amiga del motor y soporte de cada viaje del bucanero de tinta, viajes que conforman su identidad como tal, amenaza incesantemente y con gran vigor no sólo el bienestar del, en ocasiones, confiado viajero, sino que además amenaza tanto el éxito de los viajes, como a la posibilidad misma de viajar. Sin embargo, esto nos parece así debido a nuestra perspectiva, pues sólo parecerá traición cuando el viaje se defina por su final, colocando en tal valorado puesto el conocimiento. Si, a diferencia de este caso, el valor del viaje se considera alojado en la propia actividad -el placer de viajar por viajar, que diría un publicista-, no podemos olvidar cuan poderoso viento puede ser la duda, adalid de la destrucción de la solidez del conocimiento; sino, no tienen más que ver lo lejos que llevó la fiel duda al bueno de Descartes en su viaje El discurso del método, cuyo cuaderno de bitácora casi le cupo en la introducción, o lo lejos que llegaron cientos de escépticos con un par de líneas de sus Meditaciones metafísicas, sino pregúntenle a los fieles corsarios del bando contrario, a Moore, por ejemplo, que perdió la vida sin ganar la guerra.  

Una vez que uno entierra en el recuerdo parte de su ingente ignorancia al surcar las oscuras aguas de algún océano ajeno, lo que reemplaza a la ignorancia, pues quizá tengan razón las voces que dicen que la naturaleza no soporta el vacío, es muchísimo más incómodo para el que alberga que su predecesora. El conocimiento, por ínfimo que sea, siempre refiere a un universo que parece invadido y dominado por el hombre, del que nuestra antropocéntrica mirada más bien sólo alcanza a admirar su complejidad. Pero lo que sí conocemos mejor es la relación que establecemos con el conocimiento. Fíjense, por ejemplo, en la relación que establecemos con aquellas cosas que, aunque no son para nosotras necesarias, notamos su presencia en nuestra vida como necesaria. Cuando no conocíamos aquello que ahora notamos como necesario, sitúense bien aquellos que se piensan menores sin un café a cuestas, cuando no teníamos ninguna relación con ello, su ausencia en nuestra vida era completamente inerte para nosotros. Esto ocurre con la ignorancia, por sí sola no nos hace nada, otra cosa es cuando la vida nos señala ese vacío en nuestro conocimiento y nos revuelca por ello. Sin embargo, el conocimiento, como la presencia del café en esas vidas, sí que produce reacciones, y de todo tipo. Muchas veces levamos anclas y abrimos con enorme ilusión las velas cuando, ante el descubrimiento de algo, comenzamos a imaginar cómo será el nuevo mar, cuáles aventuras allí se hallarán.

Pero cuando uno ama a algo, sea la cuál sea la identidad de su cosificación en este universo de entes diferentes, le horroriza pensar que lo pierde, le horroriza ver cómo decae. No busco entrar en categorías éticas, pero esta vez voy a entrar en este remolino que les muestro por su flanco del egoísmo. Si uno ama un océano, un viaje, lo que de él sacó, o incluso viajar, y estas cosas empiezan a desvanecerse ante él, a perder su realidad, es normal que se sienta mal; siendo optimistas. Esto es lo que la duda hace, llega a todas las cosas que amas, te mira a los ojos y te dice: –Qué bonito lo que sea, sería una pena que no fuera real. Y como el conocimiento suele ser autorreferente, si uno da con la pieza adecuada y la derriba, puede acabar con el apoyo, incluso, de toda la estructura. La duda es incluso peor que la muerte, pues, a diferencia de lo que piensan muchos corsarios de tinta, a servicio de la razón, la fe, o de sí mismos, la muerte suele constituir un final. La duda, sin embargo, constituye un principio. Uno era feliz surcando un océano que había hecho suyo, con su maravilloso barco, ataviado para la ocasión y recostado en la barandilla de su castillo de proa admirando lo basto y magnífico de su cabeza, pero llegó la duda y como un virus consumió todo aquello que su cabeza albergaba, dejando sólo su nuevo y poderoso ejército de enormes virus destructores. Antes de que Uno llegara a ese océano no tenía nada, quizá un maltrecho barco de pesca, algo de su cuerpo y algunos trapos, pero esa nada que tenía, la ignorancia, era fundamentalmente inerte y fácil de manejar, pues sólo precisaba para ello no aferrarse a ella. Sin embargo ahora, en el nuevo principio que le da la duda, no vuelve a tener nada, esa nada la perdió para siempre y pertenece ya al reino del recuerdo. Lo que tiene ahora es una ingente horda de virus dudantes que tratarán de engullir todo aquello que les arrojen, mientras tratan de consumir a quien les alberga. ¡Imagínense que fatídico escenario!; si no se encuentran ahora en uno semejante o tienen el dudoso privilegio de recordar alguna situación semejante.  

 Entonces, ante incordio semejante, el único camino que queda es seguir, seguir aunque el océano nos trague, pues si continuamos aquí varados no encontraremos destino diferente ni más preferible. Sólo queda el consuelo de continuar nadando, con la ilusión de encontrar, o más de bien de procurarse, un intrépido guerrero de conocimiento que luche contra la horda de la duda sin dejarse consumir, y que, poco a poco, en el mejor de los casos, nos libre de los males de su voracidad, aunque continúe devorando cuanto tenga al alcance.

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